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SAQUE DE ESQUINA
Columna
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Torrija contra empanada

Una fase aguda de epidemias aflige a la Liga como una pesadilla medieval. Mientras el Valencia, el Barça y otros agraciados sacan brillo a sus galones, el Getafe y el Numancia sacuden la cabeza bajo el grifo para deshacerse de la pereza del neófito, el Betis conjura a los gafes del Sevilla y el Sevilla a los gafes del Betis, el Espanyol hiberna en el estadio frigorífico de Montjuïc, la Real Sociedad recuerda con una mezcla de confusión y nostalgia su luna de miel con Raynald Denoueix y el dorado Villarreal, algo verde todavía, busca desesperadamente su propia hormona del crecimiento. Entre dos de los clásicos del campeonato se multiplican vahídos, ahogos y otras indisposiciones: si el Deportivo tiene una descomunal empanada gallega de la que se habla en todos los fogones, el Real Madrid ha pillado una torrija otoñal que no aciertan a explicar chamanes ni pasteleros.

El Deportivo es un caso patológico o, más exactamente, una anomalía de la física nuclear. Después de compartir durante diez años el escalafón de aspirantes al título y de conseguir la más exquisita aleación de talentos, ha sufrido la transmutación que tanto temían los alquimistas: por una inesperada distorsión de la energía, el oro se ha convertido en plomo.

Al parecer, ha sido en el crisol del verano donde los metales del equipo han comenzado a alterarse: El Rifle Pandiani sufre un fulminante proceso de oxidación, a Andrade le salta el automático, Sergio tiene los tacos fundidos, a Luque le han reventado las costuras de las botas, a Valerón se le ha aflautado el regate y al báculo de Irureta, recién llegado del Camino de Santiago, le ha salido un nuevo brote de cizaña. Desbordados por la realidad, los especialistas se vuelven locos para explicar semejante conspiración de meigas y tendones.

Casi al mismo tiempo, el juego del Real Madrid ha entrado en un periodo de viscosidad difícilmente explicable con los recursos de la ciencia. El problema consiste en que a los chicos de Mariano les cuesta tanto hacerse con la pelota como deshacerse de ella: la siguen con la mirada, la recuperan con la uña, se les agarra al empeine y la llevan puesta, no como un complemento, sino como un pegote, por los sudaderos del campo.

Nadie sabe qué elefante les ha picado. Todo indica que un insecto de seis toneladas ha inoculado un plátano en vena a estas frágiles criaturas galácticas. Ayer eran un congreso de bailarines iluminados; hoy son una cuadrilla de sonámbulos que, hartos de sopas y caviar, vagan peligrosamente por las cornisas del Bernabéu.

Mañana recibirán a sus colegas del Deportivo con el respirador automático, como un malherido recibiría a un desahuciado. Y repartirán con ellos los dos únicos destinos posibles.

Una vez más, las opciones son morir y resucitar.

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