Soledad
En realidad lo que busca el terrorismo, islamista o de la orilla que sea, es condenarnos a todos a la soledad. Por si no lo tenía lo suficientemente claro, lo he sabido esta semana, al enterarme de que Defensa ha montado en la bahía de Cádiz unas maniobras con intención de prevenir el ataque de un eventual "barco suicida". Los expertos en seguridad coinciden en afirmar que se trata de una estrategia infrecuente si no extravagante, pero que cuenta ya con su diminuto historial: Al Qaeda recurrió a ella en 2000 para destripar el destructor norteamericano USS Coleen, anclado en Yemen, y la resistencia iraquí ha volado varias refinerías gracias a sus servicios. Datos todos que nos ponen ante los ojos una verdad manifiesta: el integrismo odia los vehículos. Estrelló dos aviones contra el cielo de Nueva York, condenando a la angustia y el vértigo a todos los futuros usuarios del aire; convirtió en pulpa tres o cuatro trenes en Madrid, haciéndonos dudar antes de consultar el tablero de una estación; ahora también la emprende con los barcos, y estoy seguro de que los recién casados disfrutarán con menos convencimiento de sus cruceros. Tierra, mar, aire: todo objeto que se desplace, que pueda conducir al ser humano de un lugar a otro y hacerle abandonar su casa cuenta con el odio feral de estos iluminados. Ellos prefieren, exigen el estatismo; por la destrucción sistemática de transportes uno tiende a deducir que sus asaltos van dirigidos contra lo que esos instrumentos simbolizan más que contra los pasajeros que viajan dentro: que el fuego y la aniquilación están dedicados a suprimir toda posibilidad de movimiento en la Tierra. El mundo por el que aboga el integrismo se asemeja dolorosamente a aquel sobre el que teorizaba Lyotard, un mundo sin continentes, sin puentes ni puertos, un vasto archipiélago de islas apartadas donde cada náufrago carecía de posibilidad de comunicarse con el vecino, ni siquiera por el recurso estridente del silbido.
En el fondo, todas las variantes de terrorismo persiguen el mismo fin. También el terrorismo nacionalista aspira al aislamiento y a la secesión, y preferiría un futuro poblado por Robinsones Crusoes separados por lenguas y credos que ninguno de sus compañeros de exilio podría compartir. Es el maldito ideal de la pureza, del miedo a la contaminación y el híbrido, que tanto daño ha causado a nuestros ancestros y que alumbró el Lager, la Inquisición, la Revolución Cultural y el día de la patria. Naturalmente, el egotismo odia y teme a los barcos porque sabe que le pueden conducir a otras horizontes donde sus convicciones se tambalearán sin solución: a esquinas del mapa en que él no será el más viejo ni el más guapo ni el primero, en que habitarán dioses más potentes y benévolos que los suyos, donde se hablarán lenguas más dulces. En Argelia, el terrorismo islamista masacraba a hoja de machete a todo individuo en cuya terraza descubría una antena parabólica, o que empuñaba un teléfono móvil: con ese golpe de cuchillo buscaba yugular el cordón umbilical que une a cada persona con el exterior, que le hace abandonar sus propias convicciones y laberintos para enriquecerlos con el contacto con los de los demás. Han empezado con aviones, trenes y barcos, pero pronto comprenderán que existen otras formas de tránsito: quizá el futuro esté lleno de televisiones apagadas, de cines en ruinas, de bibliotecas ardientes.
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