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Columna
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Decía el escritor Julio Camba en sus crónicas desde Nueva York que toda la literatura moderna está influida por la publicidad. Y ponía como ejemplo el siguiente anuncio de una empresa de pompas fúnebres: "¿Para qué vivir cuando por 30 dólares podemos hacerle a usted un entierro magnífico?". En mi opinión este spot tiene más enjundia que algunos títulos sacralizados en el canon de Harold Bloom y revela una psicología mucho más interesante y divertida.

Quizá la publicidad sea la aportación inconfundible de nuestra época a la literatura. No hay que olvidar que Scott Fitzgerald, Raymond Chandler, Willian Faulkner y otros grandes autores del siglo XX se curtieron en el destajo del guión cinematográfico, que viene a ser como la antesala de las grandes empresas publicitarias. La Warner tenía en sus estudios unos box que eran auténticas celdas en las que únicamente había una mesa y una máquina de escribir donde estos escritores de primera fila trabajaban por un sueldo de miseria. Al final del día pasaba alguien de la productora a recoger los folios. La mayoría acababa en la papelera y sólo en ocasiones salvaban alguna frase suelta. También el mítico Times de Londres consideraba que ninguna noticia era suficientemente importante para alterar el desayuno de los lectores y abría todas sus ediciones con una página de anuncios por palabras.

Hay anuncios con un afán de precisión que ya querría para sí algún Premio Nobel. Ya sé que a algunos les parecerá exagerado y hasta herético comparar a santa Teresa de Jesús -por poner un ejemplo excelso- con el anuncio de un Toyota. Pero no creo que haya que considerar el género publicitario como una categoría desprovista de contenido espiritual. Si lo piensan, responde a la expresión de una moral y de un tipo de vida, exactamente igual que la literatura mística respondía a la mentalidad del siglo XVI. Ambas navegan en el subconsciente de los anhelos frustrados. Además hay que tener en cuenta que la conexión entre la conciencia puritana y el sentido comercial constituye la esencia misma de nuestra civilización capitalista en la que consumir es igual a seducir. Así que tranquilícense ustedes si no tienen arrestos para leer El Ulises, de Joyce, siempre les quedarán los anuncios por palabras.

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