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Tiempos de justicia planetaria

El término "globalización" designa sin precisión algunos de los problemas más importantes a los que nos vamos a enfrentar en los próximos años. Problemas que reclaman una sensibilidad planetaria. Tradicionalmente, la izquierda estaba bien pertrechada para encararlos. Antes de que redescubriera el tribalismo hubo un tiempo en que era internacionalista. Ahora esa disposición ha quedado reducida a una vaga retórica ecologista y pacifista que raramente sobrevive a las victorias electorales, a la tarea de gobernar.

Antes de iniciar los reproches ideológicos, es justo reconocer lo que hay de inevitable en ese proceder. Desde la Revolución Francesa para acá, los escenarios de realización de la justicia y de la democracia, los Estados-Nacionales, resultan poco propicios al internacionalismo. Donde acaban las fronteras, empiezan los intereses nacionales y se olvidan los principios de justicia. Circunstancia que da pie a una paradoja: el proyecto igualitario, que requiere un ámbito político y jurídico para realizarse, un escenario en el que todos los ciudadanos son iguales ante la ley e imperan los mismos principios de justicia, traza un contorno a partir del cual desaparece la inspiración igualitaria. Los otros no cuentan. Entre otras razones, porque nadie gana las elecciones defendiendo a quienes no pueden votar. Hay que estar con los nuestros, tengan razón o no, porque son los nuestros. Hay que alegrarse, por ejemplo, de que Rato sea presidente del FMI.

Para la izquierda, que nació luchando contra los privilegios de origen, esa situación no resulta cómoda. Una de sus convicciones fundamentales es que las únicas desigualdades justificadas son las que derivan de elecciones responsables. La buena suerte, natural o social, no es una razón para disfrutar de derechos especiales o de mejores condiciones de vida. El color de la piel, la región, el sexo, la familia o los talentos naturales no justifican ningún privilegio. Con esa inspiración se batió contra las sociedades estamentales y con ella forjó la idea de ciudadanía. Dentro de las fronteras existían principios de justicia, iguales para todos, susceptibles de ser invocados en una democracia en donde la igualdad de voto aseguraba la igualdad de influencia política.

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Quienes partían de estas convicciones no podían aceptar con naturalidad que las fronteras, resultado de conquistas, matrimonios reales y flujos económicos, se convirtieran en circunstancias moralmente relevantes. Nadie elige su lugar de nacimiento y, sin embargo, nacer del lado bueno de la frontera asegura bienestar y derechos. La izquierda, por igualitaria, no podía entender que los principios de justicia tenían alcance limitado, que a partir de cierto lugar tenía que comprometerse con los "intereses nacionales" sin que importase en nombre de qué causa ni a costa de cuántos.

Hasta aquí las circunstancias, la lógica institucional que entumece la sensibilidad internacionalista. Pero a ella se ha superpuesto una incapacidad para tener un punto de vista sobre la globalización que la ha llevado a encontrarse no pocas veces apelando a "la defensa de lo nuestro" (nuestra agricultura, nuestra identidad) como un principio con el que zanjar las discusiones. Desarme intelectual que se hace especialmente notorio en las réplicas a las apologías conservadoras de la globalización. Servirán para ilustrarlo dos ejemplos que comprometen a conceptos con relevancia normativa para la izquierda: la explotación y la desigualdad.

La izquierda, tradicionalmente, establecía una relación causal entre la pobreza del Tercer Mundo y nuestra riqueza. Ellos son pobres porque nosotros los explotamos. En su réplica, los conservadores acostumbran a apelar a datos que mostrarían que la riqueza de los países ricos poco debe al Tercer Mundo. La explotación se pudo dar, dicen, en el pasado, cuando se expoliaron riquezas, materias primas y algunos recursos estratégicos, pero hoy la mayor parte de los flujos económicos se producen entre los propios países desarrollados. Es más, se añade, los países pobres se benefician de la presencia de las empresas multinacionales, que contribuyen a mejorar el capital humano y a favorecer el desarrollo tecnológico allí en donde recalan. En el fondo, se viene a concluir, el subdesarrollo es culpa de quienes lo padecen.

Ante estos argumentos la izquierda ha explotado la diversidad de las estadísticas para impugnar los datos. No tengo una opinión formada sobre quién lleva la razón, aunque no ignoro que en éste y otros debates con frecuencia los sesgos ideológicos enturbian el buen juicio científico. Incluso conozco casos de trampear a sabiendas. Con todo, no me parece que ése sea el problema; más exactamente, creo que, para una izquierda igualitaria y, por tanto, internacionalista, la explotación no constituye hoy el debate fundamental. Incluso puede que nuestra riqueza presente no obedezca al expolio. Pero ésa no es toda la historia. Porque si reconocemos las constricciones ecológicas y de recursos, que también son datos, caemos en la cuenta de que, con explotación o si ella, la riqueza de los países ricos es posible gracias a la pobreza de los países pobres. Si todos los habitantes del planeta consumieran y contaminaran igual que los norteamericanos, nuestro planeta apenas duraba unas pocas décadas. Dicho de otro modo: si nosotros podemos mantener cierto nivel de vida es porque los otros no pueden mantenerlo. La distinción no es irrelevante ni carece de implicaciones. Basta con mencionar una: incluso si carece de cualquier sensibilidad igualitaria, el explotador está interesado en que el explotado siga vivo. En el otro caso, no. Basta con pensar en África.

El otro debate también arranca con una réplica conservadora. Cuando la izquierda critica las desigualdades de la globalización, se le recuerdan de nuevo unos cuantos datos. Por ejemplo, que no es verdad que la desigualdad haya aumentado, y que, en realidad, la globalización "ha venido acompañada de una disminución de la pobreza en términos absolutos". De ahí se quiere concluir que la globalización es justa, que es la mejor opción. No siempre sin razón, también esta vez la izquierda ha discutido los datos con nuevas investigaciones empíricas. También ha recomendado prudencia interpretativa en las comparaciones mientras no dispongamos de medidas de bienestar más refinadas que los indicadores económicos habituales. Por lo demás, no hay que olvidar que en la valoración moral lo que cuentan son los individuos, que el crecimiento económico de un país es compatible con el empeoramiento de las condiciones de vida de la mayoría de sus habitantes.

A mi parecer, también aquí se descuida el problema importante para quienes están comprometidos con principios de justicia; a saber, que las comparaciones no se agotan con el pasado más inmediato, que también podemos echar las cuentas respecto a otros modos de organizar las cosas. El feudalismo no era justo porque la esclavitud fuera peor. Cuando se empieza por limitar los mundos a comparar, vale poco la afirmación de que vivimos en el mejor de los mundos posibles. No pocas de las defensas de la globalización acaban sancionando la bondad de nuestro mundo por el tramposo procedimiento de agotar el repertorio de posibilidades en modificaciones que, en lo esencial, dejan las cosas como están. Sin embargo, no parece temerario suponer que hay modos más justos de organizar las sociedades que aquel que permite que las 225 personas más ricas del planeta posean los mismos recursos que el 47% más pobre.

Es indiscutible que para sostener que una realidad es injusta al menos hemos de estar en condiciones de concebir otra que la mejore. No se trata de elaborar pormenorizados relatos de la vida en el paraíso, más allá de las posibilidades de la teoría social. Ahora bien, con el inevitable grado de abstracción que requieren estos quehaceres, nada nos impide conjeturar otros modos de organizar las cosas. Por supuesto, respetando algunas reglas. Una de ellas es que no podrán ser inaccesibles desde nuestras actuales sociedades. Otra, que no podrán ser incompatibles con lo conocido, con nuestras posibilidades técnicas. Lo primero invita a no cegarse con los beneficios inmediatos de la presente globalización. A veces, como nos sucede tantas veces en nuestras vidas, la búsqueda del provecho urgente nos resta poder de actuación futura. Ya saben, lo de pan para hoy, hambre para mañana. Lo segundo es más importante: la exploración de mundos alternativos sólo está limitada por lo que es imposible física o biológicamente. Dicho de otro modo, en corto y por directo: no tiene por qué aceptar como inmodificable ninguna distribución de poder. Y es que las constricciones políticas resultan irrelevantes cuando se trata de valorar una situación, nuestro mundo, en este caso. Una cosa es no disponer de poder y otra que sea imposible. Por supuesto, las intervenciones políticas no pueden ignorar el mundo en que viven, pero otra cosa es darlo por santo y bueno.

Ni ignorar los datos ni perder el punto de vista en su valoración. Por su origen, la izquierda está en la mejor disposición para encarar la globalización con una mirada científicamente limpia y moralmente insobornable. Cuando los recursos no son infinitos, el respeto a la dignidad de los seres humanos convoca a la igualdad. No digo nada nuevo. Perdonen la nostalgia, pero es que, de verdad, hubo un tiempo en el que la izquierda era internacionalista por igualitaria.

Félix Ovejero Lucas es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona.

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