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Columna
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Desde las cenizas

Francisco Jarauta

SE HA dicho que Paul Celan resume un siglo de poesía europea. Esto es cierto de la forma más profunda, más dolorosa, que puede pensarse. La moderna poesía europea había nacido bajo el signo de la laceración, un saber acerca de una distancia irreparable que sacudía las condiciones mismas del lenguaje poético y lo condenaba al silencio. De Hofmannsthal a Kafka, de Rilke a T. S. Eliot, se puede trazar un camino en el que, desde perspectivas diferentes, se manifiesta este destino.

Celan se instala en las raíces mismas de esta crisis. Ajeno a todo propósito restaurador -su distancia de Rilke es consecuencia de su propia posición-, al igual que de toda estatización consoladora -Trakl como momento de esta crisis-, prefiere situarse en las raíces mismas del conflicto, evidenciado en su caso por el acontecimiento por excelencia de la época como fue el Holocausto. De la catástrofe lo único que queda es la lengua, la posibilidad de hablar. Y rompiendo el silencio, oponiéndose a quienes afirmaban que la poesía no era posible después de Auschwitz, construye una obra que es al mismo tiempo metáfora y documento, y que une, como él mismo había sostenido, una experiencia indecible y un lúcido furor expresivo. Había que traducir en voz un universo petrificado, un ojo mudo, un tiempo que había destruido la feliz correspondencia del lenguaje y del mundo, relación que pudo ya manifestarse tensa en los momentos más altos de la lírica alemana, de Hölderlin a Rilke, y que ahora resultaba imposible mantener.

Desde las primeras líneas de Todesfuge a los cuadernos póstumos discurre un camino marcado por el experimento de la construcción de un lenguaje, descentrado, con su sintaxis rota, como expuesto al grito de quien ante todo libera la poesía de su silencio para situarla en el grito de quien desea nombrar -y de qué manera- el acontecimiento que señaló su origen. Ésa era su "zona de combate", el lugar en el que se citan el olvido y la memoria (Mohn und Gedächtnis), la amapola del olvido y la memoria que impone la historia, el verdadero rostro de la catástrofe, ese rostro que se ilumina extraordinariamente en las palabras del Discurso de Darmstadt de 1960 al recibir el premio Georg Büchner: "escribir en las cenizas del lenguaje", que es tanto como decir en aquel lugar en el que el lenguaje transformado por una violencia nueva estalla con su resplandor, permitiendo enunciar lo que antes había sido proscrito.

Esta violencia se instaura en el corazón mismo de la poesía de Celan como una forma ética de resistencia. Stehen, mantenerse, resistir, es la invocación última de quien elige el ejercicio de la poesía como último recurso ante "la majestad de lo absurdo que testimonia la presencia de lo humano". Esta radical disposición pudo quizá arrastrar su voz y su vida al límite que sólo la muerte y no el silencio consagran. Una deriva trágica que le llevará a finales de 1970 a arrojarse a las aguas del Sena. Más allá de su desaparición, ahí queda su obra, que es, sin duda alguna, uno de los lugares esenciales de la lírica del siglo XX.

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