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Columna
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Locuras

Falta un rato para las 8 y necesito abandonar el aparcamiento. Por mi izquierda veo avanzar una avalancha con muchas prisas y es demasiado pedir que frenen (ni se me ocurre). Cruzo los dedos para que, notándose desde muy lejos mi intención de incorporarme al turbio río del tráfico, viéndose a las claras ese morro tímidamente asomado, algún ser sensible tenga a bien levantar el pie del acelerador por un par de segundos. Con eso bastaría. Pero no. Permanezco un rato clavada y el autobusero me regaña por estar ahí, como si fuera por gusto. Luego viene el transporte escolar, taponando la salida durante el rato que tardan los viajeros más mimosos en despedirse de sus mamás.

A fin aprovecho un hueco razonable, pero no me salvo de afrontar todo un espectáculo de luces y sonidos emitido por quienes, desde un kilómetro atrás, han temido que semejante osadía pusiera sus vidas en peligro.

Ya enrolada en el ejército rodante, esquivo de milagro un ataque sorpresa por el flanco derecho y me libro de la moto que, fintando a toda velocidad, acaba de amputar el retrovisor del vehículo de atrás. Pronto nos paramos. Suenan veinte cláxones. Seguro que alguien es culpable y merece público escarnio. Un poco más adelante, una chavala azarada empuja su coche averiado. Intento ayudarla a arrimarlo al chaflán: nos insultan a las dos.

Enseguida, otro atasco. Uno ha divisado plaza libre y espera, en segunda fila, la caridad de que alguien pare y le permita aparcar. Logro cambiar de carril y dejo atrás esta otra bronca.

En el cruce con el río confluimos, anudándonos, quienes vamos hacia el norte, hacia el sur, hacia el este y hacia el oeste. Todo el mundo con el parachoques pegadito al tubo de escape del que precede, acatando la ley de la ocupación del espacio. Si yo no avanzo, tú tampoco cruzas, ni pueden pasar los peatones que se juegan (y algunos pierden) la vida en el paso de cebra.

Además de semáforos o guardias el Ayuntamiento debería ponernos en las esquinas manuales de urbanidad. Y/o psiquiatras.

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