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¿Una tormenta de verano?: Lloret como síntoma

Josep Maria Vallès

Lloret, Gràcia y Sants han aparecido este verano como escenario de hechos noticiables. Habrá quien discuta la agrupación. Pero en los tres casos está en cuestión el derecho a la tranquilidad que la ciudadanía exige para sus calles y plazas. Hay quien sólo verá una serie de episodios aislados, con los excesos propios del verano y de la edad. Comprensión y aguante, pues, para quienes deben soportarlos de cerca. Y hasta la próxima. Pero pueden contemplarse también como síntomas de un fenómeno de mayor alcance: ¿son el resultado previsible de un modelo turístico?, ¿son la expresión de formas de diversión de extensión creciente? En ambos casos, hay que plantearse más interrogantes.

Para empezar, ¿es posible abstraer tales episodios de su contexto socioeconómico? ¿Cabe pasar por alto el complejo de intereses -legales, a veces- que constituye su caldo de cultivo? ¿No hay quien se lucra con tales expansiones de fin de semana o de etapa de vacaciones, tanto de autóctonos como de turistas? ¿Podemos ignorar la existencia de un complejo lúdico-industrial que apunta a determinados segmentos de población juvenil como mercado preferente: productores y distribuidores de sustancias tóxicas legales e ilegales, locales de expedición de tales sustancias, promotores y difusores de mensajes y estereotipos contenidos en música y cine de gran consumo, videoclips, videojuegos, anuncios comerciales, programas de radio, series televisivas juveniles, etcétera? No se trata de criminalizar a sectores que pagan impuestos -¿todos?- y que crean puestos de trabajo -¿regulares, de calidad?-, porque la criminalización sólo corresponde a la justicia después de un proceso formal.

Pero no es razonable prestar gran atención a los incidentes de una madrugada de verano y pasar por alto lo que se cuece en años enteros de elaboración de estrategias sobre producción, distribución, mercadotecnia y publicidad de determinados productos y servicios. Vale la pena detenerse, por ejemplo, en la publicidad como gran vehículo de comunicación. ¿Cabe ignorar los contenidos de gran parte de los mensajes publicitarios que nos asedian? ¿No exhiben potentes modelos de conducta, donde son poco frecuentes las muestras de solidaridad, respeto del derecho de los demás, disciplina y autocontrol en beneficio del colectivo?

¿No es cierto que gran parte de los mensajes publicitarios relacionados con el ocio van dirigidos a públicos juveniles e infantiles? ¿No es ingenuo ignorar el volumen económico de la inversión publicitaria y su repercusión directísima sobre todos los medios, públicos y privados, de comunicación? ¿Es realista, por tanto, pretender que la escuela puede compensar el efecto de esta ola incesante -centenares de mensajes al día, han calculado los expertos- que atacan sin descanso a un público juvenil especialmente vulnerable?

Es bien sabido que un niño o un adolescente recibe hoy menos horas de escuela al año que horas de televisión soporta en el mismo periodo. Añadamos las horas de videoconsola, juegos en la Red, música enlatada, etcétera. Frente a este ejército lúdico-industrial que apunta sus baterías sobre la infancia y la juventud, poco pueden hacer en la escuela la abnegación -duramente puesta a prueba- de la mayoría de los educadores profesionales. Si los gobiernos regulan justificadamente los contenidos del sistema educativo, ¿es lógico que dejen sin regulación efectiva, real, los contenidos del sistema publicitario? ¿Hay que mirar hacia otro lado para esquivar el reproche cínico de quienes levantan cuando les conviene la bandera de la libertad de expresión? ¿Cabe seguir pensando ingenuamente en que la llamada autorregulación es suficiente para eliminar mensajes más o menos explícitos de contenido sexista, racista, de incitación a la violencia viaria -léase velocidad en la carretera-, de consumo de alimentos y bebidas perjudiciales para la salud de los niños, etcétera? ¿No son ridículas las discretas cláusulas del estilo de "no bebas, no corras" que acompañan a potentes mensajes audiovisuales que incitan precisamente a lo contrario?

Corresponde a economistas y expertos la discusión sobre modelos turísticos y sus efectos económicos. Incumbe a los responsables de la Administración debatir cómo se ejerce hoy la actividad de policía sobre las actividades de ocio. La consejera de Interior, Montserrat Tura, ha entendido muy bien que un buen gobierno no identifica policía con fuerzas de seguridad. Policía -nos enseñaron los administrativistas- es velar por el bienestar colectivo en la vida cotidiana, con respeto a condiciones horarias, de higiene, sanidad y tranquilidad públicas exigibles a cualquier actividad social y económica. Policía es algo más que distribuir por nuestras calles a gran número de uniformados y confiar en ellos como último recurso para resolver un problema que no se ha sabido o no se ha querido atajar a tiempo.

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Ni más maestros ni más policías serán soluciones efectivas. Es necesario un debate ciudadano sobre los valores que convierten una sociedad en red de relaciones solidarias y positivas como las que dan lugar año tras año a las fiestas mayores de Gràcia y de Sants, fruto del esfuerzo común de quienes tienen conciencia de ser conciudadanos, en contraste con la noche etílica de una playa de verano o de una macroterraza de bar, donde sólo se da la agregación circunstancial de consumidores del modelo de ocio definido por un lucrativo mercado.

¿Estamos, pues, ante una perturbación estival? ¿O es el resultado de un esfuerzo persistente por imponer determinadas pautas de comportamiento? Si es así, ¿hay capacidad social y política para cambiar esta deriva? ¿Cabe construir otros modelos auténticamente alternativos, y no aparentes contramodelos, estridentes en la forma, pero igualmente conformistas en la sustancia? Si queremos respuestas, hay trabajo para todas las estaciones del año y no sólo para ocupar algunos reportajes o algunas tertulias del verano que se acaba.

Josep M. Vallès es miembro de Ciutadans pel Canvi.

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