El mejor horizonte de la ciudad
Largos paseos en un enorme bosque de encinas y pinos rodeado de autopistas
Vamos a ver. ¿Qué capital cuenta con un bosque de 1.722 hectáreas al que se llega en metro, con fauna variada (incluso gaviotas, alucinadas en plena meseta), donde hay praderas recónditas que la nieve cuaja de blanco en invierno y se practica el nudismo sin reglas en lo más denso del verano? En la Casa de Campo se divierte la gente en el Zoo y el Parque de Atracciones, se pasea y se bebe un trago en los quioscos del lago, y, sobre todo, se disfruta la mejor vista del oeste de la capital. Sólo tiene una pega: el tráfico que todavía atraviesa el parque.
La Casa de Campo es un bosque rudo, de encinas y pinos, seco con los calores, que fue un cazadero real de Austrias y Borbones hasta que el 20 de abril de 1931 la República lo abrió a todos. El parque es, pues, un bosque de verdad, con algún rebaño de ovejas ocasional que avanza limpiando de bellotas los suelos en invierno. Es monte, campo, aunque esté rodeado de autopistas, para que el toro bravo tiente su última noche antes de la lidia en El Batán, de modo que no eche de menos la tierra. Es nido de milanos que ignoran el ruido de Moncloa. Y fue trinchera de Madrid durante la Guerra Civil, campo de sangre en los búnkeres del Cerro de las Canteras que todavía conserva las heridas del no pasarán que no fue.
Tres amazonas pasan por el camino con la espalda erguida, a paso lento sus monturas
Cuando la jornada se levanta despejada es una gloria entrar en la Casa de Campo en teleférico. Se toma en el paseo de Rosales y se aterriza en pleno monte. Si se obvia el discurso enlatado de los altavoces con fondo musical que ilustra la contemplación con comentarios como del No-Do, y logra uno abandonarse a la vista, el viaje de 11 minutos vale los 2,90 euros que cuesta. A partir de ahí, hay que andar y andar evitando las zonas valladas que son reservas ornitológicas o áreas de repoblación arbórea. Se puede llegar hasta la tapia original del reinado de Carlos III que limita la finca con Pozuelo. O hasta donde se quiera. El paseo por la Casa de Campo no tiene recorrido fijo.
La calma en la falda del Cerro Garabitas es grande, monótona con el crepitar de las chicharras. Una brisa que arde agita levemente la pinada y trae el pitido del tren que viene de la sierra hacia la estación cercana de Príncipe Pío. Entonces se oye un ruido de caballos. Tres amazonas rubias pasan por el camino bajo con la espalda erguida, a paso lento sus monturas, tranquilas por el campo. Cuando el sopor vence al placer de no hacer nada, al rato de haber olvidado toda preocupación, un ciclista vestido de publicidad fluorescente y gafas futuristas se tira como un loco por la pendiente, ajeno al calor de media tarde. La torre de vigilancia de fuegos está en lo alto. Dan ganas de subir para admirar el panorama.
El cuadro es impresionante desde los promontorios de la Casa de Campo. Son reales las luces de la sierra de Velázquez, sus colores verdigrises y azulados cuando va a romper la tormenta, al norte. El horizonte escarpado del centro de Madrid -la única vista posible si llegáramos en barco a su farallón sobre el Manzanares-, al este. En el Parque de Atracciones, gritos de adrenalina desde la montaña rusa, al sur.
Es en la parte meridional del bosque donde están el Zoo y los edificios del antiguo Ifema, que languidecen junto a la autovía de Extremadura. Cerca abren los restaurantes caros, Currito y A Casiña. También hay dos albergues: el municipal, que guarece indigentes del frío, y el juvenil, para viajeros con mochila. El arroyo Meaques recorre esta parte del parque. En el lago próximo, 250 metros de largo, chapotean los remos de las barcas.
Los quioscos del lago están muy concurridos los fines de semana, y los descampados cercanos aún más. Allí están la Casa de Ecuador y de Perú en la Casa de Campo. Se trata de una fiesta y un mercado, y un lugar propio donde se relacionan los inmigrantes, todo improvisado y vivo, sin escudos del Ayuntamiento. Las mesitas ofrecen cebiche; se puede beber inca-cola o pisco (aguardiente de uva peruano) y escuchar música andina mientras a uno le cortan el pelo.
Cuando cae la tarde, el zoco de polvo se va desmantelando y los inmigrantes se dirigen al metro. Atrás quedan los borrachos que a veces la montan gorda. Es recomendable entonces subir a la Glorieta Perdida, de camino al teleférico, donde permanecen los cimientos de un edificio arruinado. Desde allí arriba, la luz suave del sol poniente bate contra la mole de caliza del palacio Real, que se refleja dorado hacia la Casa de Campo. Los volúmenes de la ciudad hablan de su historia, de sus achaques y su belleza, de la anarquía del urbanismo tardofranquista. Al cabo, llega la noche y el faro que centra la imagen, el reloj de Telefónica, da la hora de neón naranja: las dos de la madrugada en la Gran Vía.
Noche de verano en el parque más agreste. Uno de los burdeles al aire libre más grandes de Europa abre sus puertas a las estrellas desparramando prostitutas por los caminos abiertos al tráfico. Ellas, recién llegadas del este, de África, transexuales suramericanas ofreciendo su condición femenina sobrevenida. Todas ocupan cada metro de los arcenes. Ellos, negocian desde el coche la compra de sus cuerpos. Ellos también, los que buscan otros ellos, esta vez sin mediar dinero. Y coches de policía que pasan. Hay atascos de sexo en la Casa de Campo en plena noche.
En el otro lado del bosque cárabos y mochuelos ululan en lo espeso, lejos del trasiego.
Luego llega el alba y se retoma el curso natural de las cosas. Las mañanas son brumosas con el Manzanares allá abajo, que refresca todo apenas unas horas. Jaras, retamas, tomillo, espliego y romeros esparcen sus perfumes. Los trabajadores de los viveros municipales que ocupan ese margen húmedo caminan lentamente hacia los surcos. Todo el día por delante en la Casa de Campo.
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