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Columna
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El horror y la ira

Todo carece de sentido por un instante, o al menos eso creemos pensar por un instante, o tal vez sólo queremos pensarlo, en ese mismo instante. Enfrentados al horror, cerramos las persianas del pensamiento racional para hacernos nudos al cuello con una ristra de adjetivos que poco o nada añaden al nombre de la muerte. Es una respuesta inmediata que nos hace situarnos por un instante del lado de todo aquello que consideramos humano y decente. Una manera de sacar los pies del río de sangre, de buscar tierra firme tras el naufragio de nosotros mismos. En esta marea de lo inaceptable, el agua va marcando nuevos niveles que nos obligan a reconsiderar nuestra capacidad de asimilación y rechazo. Así el tiro en la nuca es más inaceptable que el tiro en la frente, la muerte de un civil peor que la muerte de un hombre o mujer uniformados, un hombre armado menos inocente que un hombre desnudo.

Por último llegamos a los niños, pensamos que tal vez ellos podrían marcar la última frontera. Ahí precisamente, alrededor de los niños, habíamos pintado la línea, el dique contra lo inadmisible. Nos equivocamos. Por supuesto que esta línea se había ya cruzado antes una y mil veces. Ha habido niños muertos en cada uno de los momentos más terribles de nuestra historia reciente, pero no parecían ser la parte esencial del plan sino más bien víctimas accidentales de la torpeza del método. Eso que ahora llaman víctimas colaterales. Es decir, un pequeño sacrificio que pagar ante la necesidad o la importancia de un plan determinado. También es cierto que cada uno de esos horrores que nos toca ver primero y después asimilar tiene un número de variantes que acentúan o mitigan su efecto. Por decirlo de alguna manera, también el horror tiene una trama y tres actos y unos decorados y hasta una banda sonora que hacen mayor o menor su efectividad. Teniendo en cuenta que desde que nos asomamos a las desgracias por televisión todos estos elementos no son ignorados ni por los que organizan estas macabras funciones ni por quienes las contemplan, parece claro que hay ya una preocupación creciente por la puesta en escena. Así las cosas, la matanza de la escuela de Beslán es probablemente lo más horrible que hemos visto por más que nos conste que ésa y todas las líneas de lo aceptable habían sido ya cruzadas y son cruzadas en otros sucesos, y peor aún en otras realidades no puntuales, que carecen de exposición y por lo tanto de peso. El éxito de toda acción terrorista se mide hoy en día por su impacto en los medios, en la medida que ese impacto termina marcando el volumen de la fuerza de presión que se ejerce sobre la sociedad a la que se ataca.

El terrorismo se mide, no ya en número de muertos sino por el número de afectados. Aquí se invierte el proceso y las víctimas colaterales vuelven a ser los niños de Beslán mientras el verdadero objetivo somos los espectadores de la masacre. Podría decirse que la próxima revolución, en contra de lo previsto, si será televisada. Los muertos de la escuela rusa, como los del 11-M y los del 11-S y tantos otros antes y me temo que después, sólo son reales en la medida en que la realidad es condición necesaria aunque no suficiente para conseguir un impacto determinado en una comunidad de espectadores. Estas guerras no están dirigidas contra sus víctimas inmediatas sino contra nosotros, con la idea de que el efecto que tenga en nosotros se transformará en la presión que nosotros podamos ejercer sobre nuestros gobernantes que no son, en el occidente democrático y a pesar de la inocencia de la que pretendemos disfrutar, más que una prolongación de nosotros mismos, o al menos una prolongación de nuestros intereses.

Curiosamente, nuestras primeras reacciones, como grupo, y esto me asombra, están más cerca del horror que de la ira. Advierto una tendencia, diría que casi cristiana, a culparnos una y otra vez por el crimen cometido contra nosotros. Como si el motor de nuestra ambición fuera el último responsable del lamentable estado de las cosas. No entro a juzgar si esta lectura es o no acertada, me limito a constatar mi sorpresa. Ante el terrorismo a esta escala parecemos estar doblemente maniatados; incapaces de alterar en lo esencial un sistema inmisericorde que tiene como objetivo último, y diría que hasta lógico, nuestro propio bienestar, e incapaces también de defenderlo.

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