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LECTURA

Por qué soy candidato

Bill Clinton declaró en una ocasión que hacer campaña contra el presidente saliente se parece a una muy larga entrevista de trabajo con el pueblo estadounidense. Se trata de convencer a los electores de que echen al director general para que te contraten en su lugar. Añadiría que es inútil presentarse a la presidencia si uno no sabe qué iniciativas va a tomar para hacer un trabajo mejor que su predecesor y si no es capaz de exponerlas con claridad. Mis argumentos para hacer que George W. Bush se vuelva a su rancho de Crawford, en Tejas, se basan en tres grandes promesas que hizo en el año 2000, cuando estaba en la misma posición que yo hoy y que ha abandonado desde entonces.

En primer lugar, se comprometió en numerosísimas ocasiones a "cambiar el tono" en vigor en Washington, a comunicar con los demócratas y con todos los estadounidenses, y a poner fin a la agresividad partidista de finales de los años noventa. Las circunstancias de su acceso al poder dieron a esta promesa una importancia aún mayor. En efecto, no se convirtió en presidente gracias al sufragio popular, sino en virtud de una sentencia que siempre será considerada controvertida, pronunciada por el Tribunal Supremo estadounidense con la mayoría más escasa que pueda imaginarse. Sin embargo, desde su nombramiento, el presidente ha hecho exactamente lo contrario de lo que había prometido, dirigiendo la Administración más partidista que haya conocido en los casi 20 años que llevo en el Senado. Sus relaciones con los demócratas son casi inexistentes, y la mayoría de las veces se limitan a reclamarles que capitulen ante sus exigencias políticas y legislativas. El tono reinante en Washington, pese al profundo deseo de cohesión nacional que inspiraron los acontecimientos del 11-S, cede ante un espíritu de partido tan pernicioso que una mayoría creciente de estadounidenses ya no se reconoce ni en un bando ni en el otro; se refugia en la abstención o abraza la causa de los independientes. El presidente y sus colaboradores más cercanos son personalmente responsables de esta atmósfera envenenada que han contribuido a instaurar al presentar la mínima divergencia razonada de opinión como una maniobra antipatriótica, pretendiendo someter cínicamente la lealtad a la disciplina de partido.

Desde su nombramiento (no elección), el presidente Bush ha hecho exactamente lo contrario de lo que había prometido, dirigiendo la Administración más partidista que haya conocido en los casi 20 años que llevo en el Senado
Esta Administración concibe el gobierno como una retórica de compasión y de amabilidad, acompañada de medidas totalmente misericordiosas para con los más privilegiados

"Conservadurismo compasivo"

En segundo lugar, George W. Bush se ha comprometido, a menudo, a moderar la brutal ideología de su partido mediante el establecimiento de un "conservadurismo compasivo". En principio, este planteamiento estaba dirigido a movilizar la energía cívica de nuestra nación al servicio de la justicia y de la igualdad de oportunidades, a favor de los pobres y de los excluidos. Pues bien, nadie discutirá que el presidente también ha incumplido esta promesa. Su único acto de compasión consistió en la aprobación en 2001 de la No Child Left Behind Act (Ley Ningún Niño Rezagado), una medida para reformar la enseñanza que yo mismo apoyé. El objetivo proclamado de esta ley era proponer a los Estados y a los distritos escolares una especie de intercambio: asumirían una mayor obligación de obtener resultados a cambio de los recursos y del margen de maniobra necesarios para llevar a cabo su trabajo. La Administración de Bush ni siquiera esperó a que la tinta de este proyecto de ley se secase para incumplir sus compromisos: de hecho, redujo la financiación de la educación en el marco de una estrategia global consistente en movilizar todos los dólares disponibles para reducir los impuestos de los estadounidenses más ricos. Este cambio repentino ha sido tristemente ejemplo del modo en que esta Administración concibe el gobierno: una retórica de compasión y de amabilidad acompañada de medidas totalmente misericordiosas para con los más privilegiados.

Lo que me lleva a la tercera gran promesa incumplida por nuestro actual presidente. Se comprometió en varias ocasiones a inaugurar una "era de la responsabilidad", a dirigir el país con valentía fuera cual fuera el precio político y, retomando las palabras que él mismo utilizó en su discurso sobre el Estado de la Unión de 2003, a no "trasladar nuestros problemas a otros Congresos, otros presidentes y otras generaciones". Al faltar a su palabra, el presidente ha traicionado la imagen que busca dar de sí mismo, la de un representante maduro y responsable de la generación del baby boom [explosión demográfica].

Entre los numerosos peligros que la Administración se niega a mirar de frente podría citar el calentamiento del planeta, la crisis inminente de las jubilaciones, la institucionalización de la corrupción empresarial, la ausencia de un verdadero sistema de seguridad del territorio, nuestra vulnerabilidad al chantaje energético, el problema de las "armas y materias nucleares incontroladas" en la ex Unión Soviética y la amenaza de deflación mundial. Esta Administración es la primera, desde la de Calvin Coolidge, en considerar que la única medida económica que el Gobierno federal puede tomar consiste en dar aún más a aquellos que ya tienen más. Y esta misma Administración ha logrado la proeza de legar a las generaciones futuras nuevas deudas, por un total de varios billones de dólares, sin buscar por otro lado hacer frente a los grandes desafíos nacionales.

Incumplimiento de promesas

Durante mi campaña, tengo la intención de pedir al presidente explicaciones sobre el incumplimiento de estas tres grandes promesas, a partir de los criterios que él mismo se fijó. Pero, a mi modo de ver, hay un punto todavía más esencial en la decisión que deben tomar los electores entre un nuevo mandato para George W. Bush o un gobierno de Kerry. Esta cuestión está en el centro de todos los desafíos que aguardan a nuestro país en el nuevo mundo surgido del final de la guerra fría contra el comunismo y el comienzo de la guerra contra las redes terroristas y demás amenazas que la globalización hace planear sobre nuestra seguridad. Considero que Estados Unidos necesita un presidente decidido a devolver sus cartas de nobleza a la noción de objetivo nacional común. Desde hace ya varias décadas -la mayor parte de mi vida, en realidad-, nuestro país ha perdido de vista este horizonte, y estoy convencido de que debemos recuperarlo. Así, mi campaña presidencial dará una gran importancia a las ideas de esfuerzo compartido, de servicio nacional, de obligación entre generaciones y de compromiso activo. Es la única forma que tenemos de superar las rivalidades personales y entre partidos y de responder a las exigencias de una era que se anuncia absolutamente decisiva.

Servir. Ése es el llamamiento que he escuchado y que la mayoría de los estadounidenses, estoy convencido de ello, está dispuesto a escuchar a su vez. Estoy seguro de que sabrán responder a él. Pero no es un llamamiento que escucharán en boca de George W. Bush, que en los días que siguieron al 11-S pidió a los estadounidenses, no lo hemos olvidado, que contribuyeran a luchar contra el terrorismo consumiendo y viajando. A partir de ese momento se pudo advertir un contraste flagrante entre la retórica patriótica embriagadora del presidente y su reticencia a aplicar el auténtico espíritu de patriotismo a todos los aspectos de la política nacional, más allá de operaciones militares concretas. Por dar tan sólo un ejemplo, hizo caso omiso de una promesa incluida en su discurso sobre el Estado de la Unión de 2002 -ofrecer nuevas posibilidades de servicio nacional- al asistir pasivamente a los intentos de los republicanos del Congreso destinados a vaciar de todo contenido el programa del AmeriCorps [servicio nacional civil lanzado por Bill Clinton], concebido precisamente con este fin.

Podría citar varios cientos de temas sobre los que estoy en profundo desacuerdo con la Administración de Bush y con una formación republicana que se ha tomado numerosas libertades con el espíritu del partido de Lincoln y se obstina en dividir la Unión que este último salvó. Lo que más me preocupa es precisamente este esfuerzo deliberado y compacto dirigido a socavar la idea misma de los sacrificios y de los objetivos compartidos, de dedicación al interés común y de responsabilidad hacia las generaciones futuras. En vez de ello, en pleno periodo de conflicto armado, la Administración se ha impuesto como prioridad absoluta reducir la carga fiscal de sus ciudadanos más ricos, aquellos que menos corren el riesgo de ser llamados a consentir sacrificios en EE UU o en el extranjero en tiempos de guerra. Este presidente ha hecho suya la política conservadora más inicua de nuestro tiempo; según él, reducir los impuestos de aquellos que menos necesitan que se les ayude, transformar los excedentes presupuestarios en déficit y cargar a nuestros hijos con deudas son todas estrategias útiles porque paralizarán con toda seguridad nuestro propio Gobierno -el instrumento de nuestra democracia- privándole de los ingresos indispensables para el progreso. Utilizar los dólares de todos los contribuyentes estadounidenses para incrementar la fortuna de los más ricos y a la vez hacer que la comunidad nacional pase hambre se ha convertido en un dogma de fe para este Partido Republicano que no sólo ha abandonado a millones de niños e incumplido sus promesas, sino que también ha renunciado a sus propias tradiciones (muy estimables) de moderación y de buena gestión nacional

Tanto si analizamos la política energética (esta política que perpetúa nuestra dependencia del petróleo de Oriente Próximo) como las cuestiones relativas al medio ambiente (se niegan a admitir el calentamiento del planeta), a la salud pública (proponen desmantelar los sistemas de seguro médico Medicare y Medicaid), a los derechos cívicos (niegan toda discriminación racial a la vez que rechazan la igualdad de acceso a la educación al conjunto de los estadounidenses) o a la concepción de la justicia (nombran de buen grado a jueces que no ocultan sus prejuicios raciales ni su voluntad de negar a las mujeres su derecho a elegir si prosiguen o no su embarazo), hay que rendirse a la evidencia: esta Administración no se preocupa en absoluto de los intereses a largo plazo de la nación. Utiliza como coartada los desafíos lanzados contra nuestra seguridad nacional para justificar la anulación de medidas tomadas a lo largo de una era progresista que se extendió desde Theodore Roosevelt hasta Bill Clinton y para incitar a Estados Unidos a volver a un sistema económico y político basado en el individualismo.

Los retos de Bush

La destrucción de los fundamentos mismos de nuestra comunidad nacional solamente puede debilitarnos no sólo en nuestro país, sino también, en una segunda etapa, en el extranjero. Creo que el destino de Estados Unidos es ser el testimonio vivo de aquello que los seres humanos libres pueden conseguir actuando de forma colectiva. La Administración que está actualmente en la Casa Blanca parece convencida de que lo único que podemos hacer juntos es la guerra. Ésta es la oposición que no dejaré de subrayar durante esta campaña, un contraste que situará a los estadounidenses ante una disyuntiva muy clara, muy cruda incluso, en noviembre de 2004.

Kerry, con su esposa, Teresa Heinz, en la costa de Massachusetts.
Kerry, con su esposa, Teresa Heinz, en la costa de Massachusetts.AP

John Kerry

Nacido en 1933, Kerry es senador demócrata por Massachusetts desde 1984. Veterano de la guerra de Vietnam, es el candidato demócrata a las elecciones presidenciales de noviembre de 2004 con John Edwards, senador por Carolina del Norte, como compañero para la vicepresidencia. Este texto está extraído de 'A call to service' ('Vocación de servicio'), de Penguin Viking.

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