Sin Petacchi, Freire es el mejor
El cántabro, que piensa en la retirada para preparar el Mundial, se impuso a Zabel en Castellón
Detrás de cada historia hay un maillot. O ninguno. Y una cámara de televisión.
En el podio, a veces, los de la Vuelta esperan al final para premiar al que gana la etapa. No recibe maillot patrocinado -como el líder, el de la montaña o el de los puntos- y no importa tanto si TVE ha cortado ya la transmisión y no le ve media España y parte del extranjero. A Mancebo le dijo Unzue, su director, "ni se te ocurra, Paco, puntuar en los puertos para ganar la montaña, que te ponen un maillot rojo carmesí que tapa el del equipo y estamos cerca del sábado, de la contrarreloj de Valencia, en la que seguro que la tele te enfoca tres o cuatro minutos, por lo menos". "Pero yo tengo amor propio", respondió ayer Mancebo, que también tiene ideas propias, al bajar del podio de los premios con su maillot carmesí y todos los atributos de rey de la montaña: ramo de flores, escultura del Quijote y Quijote en edición bolsillo, señor de los anillos del siglo XVII y divertido, que piensa atacar en cuanto se acabe el tercer tomo del Señor de los anillos del siglo XX -Frodo y compañía- que lleva bien encauzado. "Había acelerado mucho Nozal en el Desierto de las Palmas y tuve que seguirle", prosiguió Mancebo, séptimo en la general con el escafoides roto y una férrea férula en la muñeca izquierda, "y ya que estaba ahí, lo que siempre digo, mejor ser primero que segundo. Y, además, en la contrarreloj, seguro que ni me enfocan...".
A Mancebo le gustan los maillots llamativos, los que marcan la diferencia, los que le sacan de la uniformidad del pelotón, los que premian su personalidad personal -como el chillón de campeón de España que llevó un par de días en el Tour-. A Triki Beltrán, también. Beltrán, de Jaén, altivo, lleva ya dos días con el maillot dorado. Lo viste aparentemente despreocupado, gajes del oficio, los compañeros, tan buenos ellos, hicieron una gran contrarreloj por equipos. Qué modestia. A Triki Beltrán le gusta la imagen de andaluz gracioso y buena gente; le gusta la historia de la cenicienta, del ciclista que nació para equipier, que se realiza como gregario, y que, al final de una larga y devota carrera logra tocar un maillot amarillo importante. Aunque sea dos días. Y mirándose el maillot de líder, inmaculado, terso, recién salido de la plancha serigráfica, alisándolo con las manos, dice, la mirada perdida en evocaciones, "pero no sé si me emociona más esto que la Vuelta que ganó Olano en el 98, en la que tanto trabajé para mi líder" -en su boda, Olano le regaló un BMW-.
A Freire ningún maillot de la Vuelta le preocupa. Ya ni le preocupa su culotte: una hábil costurera le descosió la badana sensible, la que se arrugaba con sólo mirarla, y escocía, y sus pliegues criaban forúnculos, y le recosió una antigua, original, sólida, segura. "Y ya no tengo forúnculos", dice Freire, pálido, la mirada perdida, agotado. A Freire, en cuestión de maillots sólo le preocupa el arcoiris que visten los ganadores del Mundial. En cuestión de ciclismo como expresión vital, sólo le preocupa intentar ganar etapas, carreras, cuantas más mejor. Freire, que mira más allá de la ventana del trailer donde se hace la rueda de prensa y mira hacia el Mediterráneo, hacia el mar que le separa de Italia, de Verona, de la ciudad por la que suspira, de las carreteras que ama, no es Petacchi. Freire es un glotón, no un tragón que deglute lo mismo unos fritos findus que unas rabas tiernas. Freire tiene más de sibarita, de corredor selecto. Y sabe correr más solo.
En los dos sprints masivos anteriores -en Burgos y Zaragoza-, Petacchi, el bien ayudado, se había impuesto claramente a los dos salteadores. Ayer, el puerto del Desierto, la puerta hacia la Plana de Castellón, fue demasiado para Petacchi y su equipo, su apetito. Bendición para el ciclismo. Freire y Zabel, mano a mano, como en el último San Remo -cuando el alemán se levantó en triunfo antes de tiempo-, arropados por un Perdiguero sobrado y corto, y un O'Grady ambicioso pero lento, se montaron una llegada hermosa. Freire, como siempre, a rueda, protegido, esperando el momento de saltar. A 200 metros empezó a remontar al alemán. A 50 metros sabía que tenía la partida ganada, que Zabel ya iba a tope, que su acelerador ya tocaba el suelo. A 10 metros, golpe de riñones incluido, le adelantó. Freire, con la cabeza en Verona, en el próximo Mundial, abandonará un día de éstos.
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