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Columna
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Elogio del aburrimiento

Extraño verano. Hasta el calor ha hecho vacaciones. El problema más próximo ha sido algo tan prosaico como la grúa, un drama cómico digno de Mr. Bean con final previsible: grandes aseguradoras y pequeños empresarios confían en que el ciego amor del usuario-tipo por su coche corra con los gastos. Nunca una patada en el culo de otros fue más rentable y pocas veces hay noticias tan aburridas. Hasta las serpientes del verano se degradan cuando el país entero está en urgente cura de sueño y de sopor: condición sine qua non para sonreír a la vuelta.

Bendito aburrimiento de agosto. Gozoso paréntesis sin otra urgencia que ver pasar el tiempo, que es lo que hoy se llama desconectar y que devuelve al ser humano dimensiones perdidas como el sentir, el vagar, el dormir, el no hacer nada o el estar quieto. Ya no existen en el vocabulario actual palabras para describir esta quietud obligada. Inquietante al principio para el afanoso individuo hipermoderno adicto a las idas y venidas sin fin y sin motivo, el aburrimiento puede abrumar, pero es la gran novedad, el descubrimiento exótico más placentero.

Olvidado en el saco de lo desprestigiado, maldito entre los malditos, arrinconado como un paria, escondido entre lo prohibido, inconfesable, el aburrimiento ya no acecha a la vuelta de la esquina: hay que salir a su encuentro, buscarlo con paciencia y tesón, cultivarlo, invocarlo, propiciarlo y, si hay suerte, reconocerlo ya sea en soledad o en compañía, que de todo hay. ¡Cuántas experiencias debemos a ese tiempo oculto, perdido en la nada que los contemporáneos se niegan a sí mismos abrumándose en ocupar hasta su ocio!

Ausente de todo plan y de toda agenda, escapándose a cualquier previsión que se precie, sólo el aburrimiento permite acoger lo inesperado como una fiesta. Nada hay mejor que no saber qué hacer para, por ejemplo, valorar en su justa medida el gran espectáculo humano que han ofrecido los Juegos Olímpicos de Atenas. Qué experiencia, amigos, de músculo, concentración, esfuerzo, pasión, disciplina, entrega, obcecación, rabia, rivalidad, amor y odio, paciencia, virtud y maldad, resistencia, perfección, debilidad y vicio la de estos atletas increíbles que Nietzche hubiera calificado de superhombres. Acompañados hoy, desde luego, de sus correspondientes réplicas femeninas: la supermujer levanta pesos, corre maratones, nada como un pez, vuela en su bicicleta bajo un deslumbrante casco galáctico que da envidia a Galiano, a Gaultier y al mejor estilista del mundo.

Sólo Shakespeare o Calderón hubieran sido capaces de entender esta parada humana como el auto sacramental que desvela los misterios más hondos del ser humano en el trance olímpico de superar el sufrimiento. Seguro que Shakespeare y Calderón, que debían tener mucho tiempo por delante, percibirían la dimensión plena de estos héroes increíbles con los que ni siquiera puede la química: todo está en su cabeza y su cuerpo no hace sino expresar lo más recóndito. No es un espectáculo para que lo aprecie en su profundidad gente ocupada sino unos ojos que en ese momento no tienen otra cosa que hacer o en qué pensar.

Ahora que tantos se sumergen en el frenesí habitual pertrechados de libros de autoayuda contra el estrés, protegidos por ejercicios de relajación o de budismo de andar por casa, habría que devolver al aburrimiento su excelsa categoría de antídoto supremo a la locura urbana. Dado que aburrirse hoy no sólo es un pecado sino también un lujo para privilegiados antifrenéticos, no sería difícil otorgarle la suprema cualidad de lo inalcanzable para que, así, todo el mundo intentara probar sus benéficos efectos. "¡Abúrrase un poco y verá maravillas!". Sin móvil, sin presiones, sin obligaciones: el tiempo quieto y el espacio limpio del aburrimiento nos espera como un sueño por explorar.

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