Izquierda y nación
Aboga el autor por formular en la UE una alternativa desde la izquierda al ideal nacionalista de Estados-nación homogéneos.
La Unión Europea constituye un espacio de colaboración entre Estados que, en su práctica totalidad, se han consolidado como comunidades políticas en las que se confunden ciudadanía y pertenencia a una misma nación cultural. De ahí que el ideal nacionalista de la independencia en Europa -la perspectiva de un Estado independiente, soberano en su territorio y garante de la existencia diferenciada de su nacionalidad, aunque al mismo tiempo abierto a la cooperación con los demás pueblos del continente- resulte tan funcional con el proyecto europeo. Uno de los principales retos de la izquierda, al menos de la que sigue defendiendo una concepción internacionalista de la organización política, consiste en pensar y expresar un planteamiento alternativo a ese modelo de independencia en una Europa de Estados-nación culturalmente homogéneos. La razón principal es que se trata de un modelo de colaboración entre naciones que limita el acceso a la plena ciudadanía al reducido espacio jurídico del Estado propio.
La principal nota de la izquierda es su apuesta por la convivencia entre pueblos y ciudadanos con identidades diferentes
La participación en la UE de los distintos componentes del Estado no debería plantear mayores dificultades
Cuatro principios pueden orientar esta tarea de renovación ideológica. El primero de ellos se resume en el concepto de ciudadanía universal, como expresión lógica del objetivo de igualdad de derechos de toda la población. El acceso a la condición política en el territorio debe asociarse a la residencia y no al hecho de disponer, o no, de una determinada nacionalidad. En la Europa del futuro, el disfrute de una ciudadanía plena no puede quedar limitado al territorio de la entidad política o del Estado del que una persona sea nacional.
El segundo principio hace referencia a la igualdad de derechos de los pueblos en el territorio. La condición de ciudadano implica la extensión a todas las personas de los tres derechos esenciales que corresponden a las comunidades nacionales: el derecho a la auto-identificación y al reconocimiento de la nacionalidad, el derecho a una vida cultural propia y la participación en el proceso político en igualdad de condiciones que el resto de la población. Aceptar estos derechos no implica necesariamente que, dentro de cada territorio con entidad política, se institucionalicen sistemas de gestión diferenciada en función de la identificación cultural, pero sí que los distintos gobiernos actúen con respeto a estos derechos, aceptando además que los pueblos afectados puedan optar por una gestión autónoma de sus asuntos particulares. La contrapartida a este derecho a la autonomía es el compromiso con los derechos de todos los pueblos presentes en el territorio, aspecto que en materia lingüística debe traducirse en una apuesta política y jurídica compartida por el plurilingüismo.
El tercer principio es el reconocimiento del carácter estatal de las distintas entidades políticas de base nacional que participan del proyecto europeo, incluso cuando no constituyan un Estado independiente. De acuerdo con los principios y procedimientos legales pactados, a estas entidades políticas subestatales les corresponde ejercer de forma autónoma, o soberana si se prefiere, las competencias que no se hubiese acordado centralizar en las instituciones supranacionales comunes, estatales o europeas. En el ámbito de estas competencias, asociadas a la mayor parte de los asuntos que afectan a la vida cotidiana de la población, estas entidades tienen que poder disfrutar de derechos equivalentes a los que corresponden a los Estados nacionales. Los mecanismos de participación, representación e interlocución en la Unión Europea deben adaptarse a esta realidad.
El cuarto principio supone la aceptación de una dimensión de actuación política supranacional, ejercida con plena autonomía y no dependiente de la voluntad de los gobiernos de las entidades nacionales, constituyan o no Estados. Al margen de los aspectos ligados a los atributos clásicos de la soberanía, como la defensa o las relaciones internacionales, tres son los ámbitos en los que parece necesaria esta actuación supranacional: la definición de las bases generales de la ordenación y planificación general de la actividad económica, en particular en todo lo relacionado con la garantía de la libertad de circulación y establecimiento de personas y bienes en el territorio; la estructuración de mecanismos de solidaridad que garanticen tanto un nivel mínimo de equilibrio económico territorial como unos derechos sociales básicos a toda la población; y, finalmente, la previsión de una organización judicial que, en última instancia, sitúe la salvaguarda y protección de los derechos ciudadanos por encima de la voluntad de las entidades políticas territoriales.
La Unión Europea está todavía muy lejos de hacer realidad los principios mencionados. Sin embargo, una reforma del marco político que sitúe a España en la dirección señalada parece relativamente sencilla. La Constitución española ya ha puesto las bases de esta propuesta al introducir un modelo respetuoso de la autonomía política de nacionalidades y regiones, una autonomía que no puede ser suprimida ni reformada si no es por la voluntad del pueblo del territorio afectado. La iniciativa de reforma constitucional atribuida a las Asambleas de las comunidades autónomas supone, por otra parte, el reconocimiento del papel propio que corresponde a cada pueblo territorial en el proceso de autodeterminación general, atribuyendo legitimidad política en el proceso de reforma a las mayorías territoriales. Por esta vía podría precisamente avanzar el proceso de ajuste del sistema político en aquellos casos en los que el régimen de autonomía previsto en la Constitución pudiera demostrarse algún día insuficiente. En la medida en que el recurso a esta vía se fundamenta en la voluntad política existente en una determinada comunidad autónoma, la Constitución podría prever en situaciones especiales -por ejemplo, en caso de propuestas de reforma constitucional que afectaran al modelo territorial- la posibilidad de que estas propuestas de los Parlamentos autonómicos vinieran avaladas por una mayoría cualificada del censo electoral, manifestada en un referéndum convocado al efecto. De este modo, sólo las propuestas apoyadas en mayorías suficientes serían tomadas en consideración por las Cortes Generales. En un marco jurídico-político consensuado, en el que el cuadro de poder deseado por cada parte quedara garantizado, la regulación de los mecanismos de participación en la Unión Europea de los distintos componentes del Estado no debería plantear mayores dificultades.
También parece razonable eliminar los obstáculos a que distintas comunidades autónomas, o las entidades políticas de nuevo tipo que pudieran surgir de procesos de ajuste constitucional, acuerden nuevas vías de participación o de integración entre ellas. Difícilmente puede justificarse en el futuro la negativa a que estas comunidades políticas puedan acordar fórmulas específicas de colaboración para el autogobierno, situando su capacidad de iniciativa en este campo por debajo de la atribuida originalmente por la Constitución a entidades de menor dimensión política, como las provincias. Conviene no olvidar que las actuales comunidades autónomas no responden a un esquema de desarrollo político plenamente acabado, siendo probable que en un contexto de reconocimiento de un mayor peso político de las nacionalidades históricas, las demás comunidades autónomas puedan ellas también acordar nuevas formas de integración y participación.
En cuanto a derechos, el principio de ciudadanía está garantizado en todo el territorio por la Constitución y los estatutos autonómicos, asociando los derechos ciudadanos a la residencia y no a la nacionalidad propia de cada comunidad autónoma. Se antepone así la común ciudadanía española al principio de nacionalidad territorial. Racionalizado en términos de condición política general, el concepto de ciudadanía española podría sin embargo resultar compatible con el derecho a la elección de la nacionalidad, entendida como expresión de una voluntad de auto-identificación y no como un mecanismo de acceso a una forma diferenciada de ciudadanía. En tanto que rasgo de auto-identificación, la nacionalidad apenas se diferenciaría entonces de otros atributos que conforman la identidad de las personas, como la religión.
Hacer efectivo el respeto a los demás derechos básicos de los pueblos y comunidades nacionales apenas requeriría sino un esfuerzo de concreción y ajuste de los principios ya recogidos en la Constitución o en los distintos estatutos de autonomía, desarrollados en una perspectiva de aplicación coherente de los principios de igualdad. En este contexto, parece ineludible un acuerdo para extender el principio de cooficialidad de las distintas lenguas españolas al conjunto del Estado.
La historia ha contribuido a conformar tradiciones políticas con distintas interpretaciones del sentido de la nación y del Estado. La principal diferencia entre la izquierda española y las diferentes concepciones nacionalistas no está tanto en la aceptación o negación de una u otra idea de nación como en la apuesta por un marco de convivencia entre pueblos y ciudadanos con identidades diferentes que se antepone a los proyectos de construcción de formas culturalmente homogéneas de Estado-nación, ya sea desde el Estado o desde las nacionalidades históricas.
En este aspecto fundamental, esta izquierda ha ido a contracorriente en Europa. Pero al seguir un camino propio, en esta como en otras dimensiones ideológicas, ha puesto las bases para seguir siendo lo que desde hace tiempo ya no representan otras izquierdas europeas: un referente no sólo político sino también cultural para los ciudadanos.
Luis Sanzo es sociólogo.
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