La vergüenza del dinero
Ante las inminentes elecciones a la presidencia del Athletic Club, una filtración de prensa descubre que el ex gerente de la entidad, Fernando Ochoa, contaba con un contrato blindado por importe de 300 millones de pesetas en caso de despido, más un compromiso de sueldo vitalicio. El ex gerente sólo ha cobrado parte de esas cifras prodigiosas, pero aún está pleiteando para conseguir el resto. Sin embargo el asunto se convierte, desde el momento en que se hace público, en un escándalo que mueve ríos de tinta. No tengo intención de juzgar un conflicto contractual entre una institución privada y un empleado de la misma. Opino que el señor Otxoa tiene tanto derecho a defender sus intereses particulares como cualquier otro ciudadano. Lo que sí me parece pertinente es utilizar la broma para reflexionar, con cierta sorna, acerca de ciertas paradójicas costumbres.
Karl Marx declaró atinadamente que bajo toda estructura ideológica siempre anidan relaciones e intereses económicos. Siempre han existido ideologías, doctrinas y religiones que maquillaban intereses, en un ejemplo de que la hipocresía, como se dice, es un tributo que la mentira rinde a la verdad. Pero hoy día las superestructuras ideológicas son cada vez más endebles y los intereses económicos, en consecuencia, se encuentran privados de mejores excusas. Por decirlo de otro modo: nunca como ahora el dinero (y decir dinero es aludir a cualquier interés económico) ha sido tan importante, pero nunca como ahora hablar de él en público resulta tan obsceno y ordinario. Eso justifica la apresurada rueda de prensa que convocó el ex gerente cuando se hizo público su contrato blindado: la prensa había llegado al extremo de detallar el importe de talones bancarios, con cantidades concretadas al céntimo. Ochoa sentía la necesidad de explicarse, incluso de declarar que "no quería perjudicar a nadie", en alusión a su explícito apoyo a una de las candidaturas que concurren a las inminentes elecciones del Athletic.
Hay que preguntarse por qué puede perjudicar a un tercero el legítimo ejercicio de ciertos derechos. ¿Dónde está el daño? ¿Dónde la vergüenza? La vergüenza reside, sencillamente, en la divulgación pública de un interés privado. Vivimos en una sociedad movida por el dinero, pero fingimos que eso no es así. Hasta en el gremio más miserable (el mío) los escritores se ocultan las tarifas de sus columnas, de sus conferencias, de sus trabajos por encargo, en la seguridad de que da tanta vergüenza cobrar diez euros menos que un compañero como cobrar diez más que él. Sé que estas cifras resultan ridículas con relación a las que mueve el fútbol, pero esto no significa que los escritores seamos unos memos: significa que los memos son los socios de esos clubes que alimentan el negocio de unos pocos.
A todos nos da vergüenza el dinero, nuestro dinero y el de los otros. En las conversaciones podremos hablar con más o menos desparpajo de cómo follamos, de nuestros miedos, fobias y manías; podremos describir nuestras pesadillas nocturnas, nuestras fantasías sexuales; confesaremos vicios o pecados, rencores o prejuicios. Pero que nadie, por favor, nos pregunte por nuestro dinero. Que nadie sepa cuánto cobramos. Ese temita de charla sí que es una ordinariez. Puedes preguntar a alguien con quién folla, incluso cómo lo hace, pero nunca le preguntes cuánto cobra a fin de mes.
Los taxistas, los consejeros del BBVA, los articulistas, los ex gerentes del Athletic. Nadie dice, nadie dice jamás cuál es su nómina, cuánto vale su artículo, a qué cifra asciende la renta de sus pisos de alquiler. El dinero se ha convertido en un placer privado, pero su exposición pública embaraza, abochorna. Si el ex gerente del Athletic se cree con derecho a cobrar no sé cuántos millones nada justifica tanto escándalo, tanta explicación sobrevenida, tanto nerviosismo. Y es que el bochorno, personal y colectivo, no reside en tal contrato (Muchos parecidos se hacen cada día). El bochorno reside en que se sepa. El asunto del dinero es el único en el que aún somos recatados, pudorosos como doncellas. Cualquier ingreso manifestado en público, por honrado que sea, ya se ha convertido en una obscenidad.
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