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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

'Bye Bye Blackbird'

Marcos Ordóñez

Uno. The History Boys, la nueva y muy esperada comedia de Alan Bennett, es el éxito de la temporada en el National Theatre y una de las mejores obras de la escena británica en décadas: divertida, emotiva, inteligentísima. Hacía tiempo que no veía un texto con tantos registros y tan maravillosamente escrito, como si Coward y Rattigan lo hubieran compuesto al alimón. La acción transcurre en los años ochenta, en una grammar school, donde los alumnos se preparan para dar el salto a la universidad. Hector (el enorme Richard Griffiths) es el Falstaff de esta historia, un oso chestertoniano en cuya asignatura -General Studies- se aprende todo aquello que, según el director de la escuela, no sirve para nada: lengua, literatura, teatro, cine y música son los virus que este profesor atípico trata de contagiar a sus chicos. Con un riguroso sentido práctico: "La poesía", proclama, "es el trailer de vuestras vidas futuras. Aquí preparamos vuestros lechos de muerte". Sus clases, como las de Nabokov en Cornell, son una continua acrobacia mental: la educación entendida como una red de vasos comunicantes. Alguien llama a la puerta y eso le lleva al Proceso de Kafka, que comienza con una llamada ominosa, y de ahí salta a la figura del Comendador de Don Giovanni, y luego al asesinato de Thomas Beckett en Canterbury, y a la escena final de La extraña pasajera, y de ahí, claro, a Hojas de hierba, de Whitman. Los alumnos, ocho chavales portentosos (a excepción de Rudge, al que sólo le interesan los deportes), convierten las sesiones en vertiginosas partidas de pimpón. Capaces de debatir si la literatura ha de ser "consolación o celebración" o de atrapar como una mariposa el espíritu de preguerra recitando a varias voces un poema de Larkin, serían carne perfecta para el MI6 o para Moscú, para Smiley o para Karla, de haber nacido en el momento adecuado. Hasta que un día, el director (Clive Merrison), que quiere resultados rápidos, les presenta a Irwin (Stephen Campbell-Moore), un recién doctorado que llega con un método especial para "colocarles" en Oxford o Cambridge, al que tendrán que abrir las puertas del paraíso. Naturalmente, estallará el conflicto. Mientras Hector, por ejemplo, se niega a reducir el Holocausto a una "pregunta de temario" que ha de ser contestada de modo "sorprendente" para deslumbrar al tribunal, el sofista Irwin defiende que "en un examen, la verdad histórica es tan irrelevante como la sed en una cata de vinos". Celoso de la complicidad entre Hector y sus muchachos, Irwin tratará de seducirlos intelectualmente, y poco a poco irán mudando las fidelidades: el primero en caer será Dakin (Dominic Cooper), el favorito de Hector, el más brillante, el más atractivo; empeñado, a su vez, en conquistar al recién llegado. En cualquier college piece que se precie no pueden faltar las pasiones triangulares, y Alan Bennett no parece dispuesto a apearse de la tradición: el tercero en discordia es Posner (Samuel Barnett), desesperadamente enamorado de Dakin; un personaje bombón (con un gran momento: cuando en plena clase convierte Bewitched en su llamada judía de amor) que, muy à la Forster, será el perfecto observador de las tensiones ideológicas y pasionales del relato, viajando una y otra vez del futuro al pasado en busca de cabos sueltos y claves ocultas.

Dos. Bennett juega con otros narradores laterales (Mrs. Lintott -Frances de la Tour-, la sabia e irónica profesora de historia a la que no se le escapa una) y siembra en el espectador anticipaciones enigmáticas, ecos de explosiones que se revelarán a su debido tiempo. La primera vez que vemos a Irwin está misteriosamente anclado en una silla de ruedas y se ha convertido en un asesor político de altos vuelos, encargado de hacer comulgar a la ciudadanía con las más intragables ruedas de molino; más tarde, en la obra (pero cinco años antes en el tiempo), un Posner justiciero le visitará en un plató televisivo para pedirle cuentas sobre su actuación pasada. Los personajes, arquetípicos a simple vista, van revelando poco a poco sus complejidades: Bennett es demasiado inteligente como para convertir a Irwin en el malo de la función o pintar a Hector como un santo sin peana, y no digo más para no desvelar las razones de su caída en desgracia. Las canciones que salpican el espectáculo, de La vie en rose a It's a sin, y que casi lo convierten en un musical secreto, nada tienen de azarosas: así, no es casual que "los chicos de Historia" elijan Bye Bye Blackbird para despedir a Hector. Es el momento más conmovedor de la función y la aceptación de su lado oscuro; el adiós a un pájaro raro en vías de extinción, un profesor inolvidable, en lo bueno y en lo malo, y a una forma de enseñanza que quizá desaparezca para siempre, a no ser que alguno de ellos, como les pide antes de su mutis, recoja el testigo. El montaje de Nicholas Hytner es excepcional: deja aflorar a su ritmo los ríos subterráneos y sirve en bandeja los grandes momentos cómicos, como la soberbia escena de la lección de francés, cuando los alumnos transforman un burdel en hospital de campaña ante la irrupción del director. The History Boys debería verse aquí, en un teatro público que hiciera honor a su nombre. Sin adaptarla ni recortarla. No es cosa fácil: es un montaje caro, con doce actores, ocho de los cuales han de tener entre 18 y 20 años y ser tan extraordinarios como los de la función del National. Hay otra dificultad, que no estriba tanto en la lejanía de los referentes (Larkin y compañía) sino en un modelo de enseñanza más cercano a la khâgne francesa que a nuestro paupérrimo sistema educativo. De hecho, aunque Bennett sitúe la obra en pleno thatcherismo está cantando la elegía de una forma de aprender que ya no existe: la suya, de los años cincuenta. Pero, por encima de cronologías, el eje del debate está hoy, por desgracia, más vivo que nunca: la educación como estímulo del deseo de conocimiento frente a la "cultura" como mero trampolín para puntuar y colocarse en sociedad. La diferencia capital, en definitiva, entre conocer e informarse.

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