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Columna
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Nada más. Todo eso

Nos desconcierta, nos angustia dejar atrás el mar y los montes, las chanclas, la arena, la hierba, el aire limpio, y volver al apremio de esta ciudad irrespirable y ruidosa, acelerada, exigente. Pero si ya no están de moda los manuales de autoayuda para superar, por ejemplo, la brusquedad del cambio en estas fechas posvacacionales, yo he encontrado uno, por así llamarlo. Se trata de un libro manga japonés: un cómic. Titulado El caminante, publicado inicialmente en España por la revista El Víbora y en 2004 por Ponent Mon, en él su autor, Jiro Taniguchi (1947) -cuyo estilo, según nos cuenta Alfons Moliné en El gran libro de los manga (Glénat, 2002), es el más occidental de los mangaka japoneses, cercano al de la "línea clara" de la escuela belga y que se ha relacionado con el de varios historietistas europeos, hasta el punto de realizar Ícaro, en 1996, con guión de Moebius-, nos presenta a un personaje con el que poder, espiritual, casi terapéuticamente, identificarnos. Se trata de un hombre cualquiera, en una ciudad cualquiera, con una vida cualquiera. Nada excepcional. Y a lo largo de 155 páginas de minuciosos y delicados dibujos, se diría que a este hombre común no le pasa nada. A excepción de los maravillosos acontecimientos cotidianos que es capaz de apreciar y, en consecuencia, de provocar, lo que convierte la simpleza de su vida en un discurrir tranquilo, feliz, agradecido.

El caminante es un hombre a quien gusta pasear, solo o en compañía de Nieve, el perro abandonado con quien viven él y su mujer, y el libro está dividido en capítulos que no son más que episodios discontinuos de ese paso sin sobresaltos de los días. Si, como él, pudiéramos aplicar en esta ciudad desbocada ese sentido del tiempo casi zen, descubriríamos que por encima del tráfico de coches hay un tráfico diario de pájaros, que por detrás del muro de los edificios están las ramas de los plátanos, que caminar por nuestro barrio puede ser, debe ser, ha de ser un pequeño e irrenunciable placer. "Hoy en día", dice la solapa de la edición española, "¿quién se toma el tiempo de trepar a un árbol para recuperar un juguete extraviado? ¿De quedarse mirando volar a los pájaros, de saltar los charcos después de la lluvia?". El caminante lo hace y, así, en "Atravesar la callejuela", se cruza con una anciana (¿nuestra vecina?), a quien sonríe, y con unos niños (¿nuestros vecinos?) que tocan la flauta. Nada más. Todo eso. O, en "Colchón de flores de cerezo", palpa en el parque (¿el del Retiro, el del Oeste, el de la Fuente del Berro?) el tronco de un árbol y siente las hojas bajo sus pies y se tumba y aspira ese aroma, esa calma que le hace evocar la infancia. O, en "Objeto perdido", encuentra una barra de carmín en el banco de las inmediaciones de un colegio (¿el de la esquina?) donde han estado sentadas unas adolescentes, y ahí lo deja, sabe que ellas volverán. En "Amanecer", se deshace de la chaqueta del traje con que va a la oficina y abandona por un rato la cartera de trabajo para subir a la azotea de un edificio y saludar al día mientras las golondrinas (¿nuestros vencejos?) planean a ras de su cara. Y en "Qué bien este agua caliente", cuando un chaparrón parece ir a arruinar su tarde y su aspecto y ya ha echado a correr, aminora el paso, busca una sauna (¿es que no hay una sauna cerca de nuestra casa?), se tumba, se deja envolver por ese calor relajante. Nada más. Todo eso.

Así que recomiendo un paseo hasta Madrid Comics o Generación X o cualquiera de esas tiendas donde encontrar este libro. Pues esta vuelta a nuestra rutina, al trabajo, a las responsabilidades sería más grata si fuéramos capaces, como el caminante de Taniguchi, de pasear, de observar a los pájaros, de perdernos por la ciudad descubriendo caprichos y volver a casa con un regalo para nuestra pareja; si fuéramos capaces de bajar una parada antes del metro para disfrutar el buen tiempo del "Koharubiyori" (nuestro "Veranillo de San Miguel"), de deambular por callejuelas para oler unas magnolias y contemplar la calma de un gato adormecido y ver la luz reflejada en el agua del río, capaces de sentir que ya es hora de "vivir tranquilamente, tranquilamente... (que) el tiempo pasa con mucha calma... (que es posible) una pequeña abertura en la vida cotidiana... (que) no hay nada urgente que hacer... (que caminamos) lentamente por la orilla donde no hay ningún sendero".

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