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Crónica:Atenas 2004 | MOUNTAIN BIKE: LA CARRERA SOÑADA DE 'JOHNNY PISTOLAS'
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un subidón de adrenalina

José Antonio Hermida termina segundo después de estar a punto de perderlo todo por una caída

Carlos Arribas

Si no fuera tan bueno parecería un payaso fuera de lugar, un histrión sin sustancia.

José Antonio Hermida termina la carrera de mountain bike. La termina segundo, medalla de plata. Su cara es una máscara de polvo marrón empastado con sudor y agua. Los ojos son dos líneas rojas. La sangre mana por su rodilla izquierda. Su corazón aún late a 200, el sistema simpático aún está a tope, recién la adrenalina ha dejado de inundar su torrente sanguíneo. Los brazos aún mantienen la vibración de la tensión, de dos horas agarrados a los cuernos del manillar, a las manetas de los frenos, como si fueran un salvavidas. Cuando ha llegado el francés Julien Absalon, el primero, el oro, ha agarrado por el asta una bandera francesa y la ha agitado, ha señalado con un dedo el cielo, recuerdo de su padre muerto. Después se ha besado con su novia. Emotivo, pero trillado. Demasiado sencillo. Demasiado poco para el expansivo Hermida, demasiado simple para representar dramáticamente lo que significa esa medalla olímpica.

"Quería escenificar la carrera, dura, a muerte, que pasé miedo, que me porté como un titán"
Al llegar, desenfundó sus pistolas, disparó seis tiros y simulando un pasmo se tiró al suelo
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Hermida tiene otros planes, otras mímicas que le hacen parecer un payaso. Primero, como convenido con su amigo Flecha, el ciclista del Fassa Bortolo, el que hace el papel de indio lanzando con su arco para celebrar sus victorias, Hermida, el cowboy de la pareja, desenfunda su colt e imaginariamente vacía el cargados, seis tiros, delante, a los lados, detrás. "Llevaba cuatro años sin hacerlo, desde Sidney", explica. Después, nada más cruzar la línea, frena en seco, se baja de la bici, su Merida, aluminio austriaco, duro, ligero, se endereza, finge un pasmo repentino, se desploma cuán largo es sobre el polvo, la gravilla, las piedrecitas que se clavan en la espalda. "Quería escenificar la carrera", explica. "Quería decir que había sido como un suicidio, dura, a muerte, que pasé miedo, que me porté como un titán, que sobreviví".

Sus amigos dicen que Hermida -26 años cumplidos hace cinco días- es un tipo que no conoce el miedo. No lo conoce en invierno, cuando se viste con pieles de foca y se sube con Flecha a esquiar, a hacer fondo, a lanzarse en BMX (motocross con bicicletas) por un circuito que el propio Hermida, incansable, hiperactivo, se curra con pico y pala al lado de su casa, entre Puigcerdà, -donde pasó su infancia- y Llívia, el enclave español en Francia, en los Pirineos, la farmacia más antigua de Europa, su vida con Sandra, la de Can Rolland, la charcutería con el mejor bull de toda la Cerdanya. Tampoco teme, o quizás un poco sí, las salidas en bicicleta con Flecha y con Joan, el amigo que le enseña la vida, que le transmite su gusto por la aventura, por la vida sencilla al aire libre, sin cargas, sin necesidades. Con ellos, tremendos ciclistas, duros trabajadores, Hermida mantiene el tipo pistoleando con su bici, moviendo a velocidades increíbles, como su admirado Armstrong, sus pequeños desarrollos. Y hasta les ataca. También domina su adrenalina cuando burrea derrapando bajo la lluvia, sobre carreteras heladas y la bici calzada con neumáticos slick, lisos, sin tacos, logrando una tracción increíble sobre suelo mojado.

Pero todo eso es nada, pura exhibición técnica, nada comparado con el subidón de adrenalina que su organismo sufre entre las 12.35 y las 12.37 de ayer. Un súbito despertar, desagradable, doloroso, en mitad de la ensoñación. Hermida marcha segundo, a unos 10 metros de Absalon, faltan apenas 13 kilómetros, 40 minutos, de carrera y ya el panorama está claro. Absalon y Hermida, los amigos, los mejores, los más fuertes, los que han atacado con más vigor y determinación, los que mejor se han manejado con los tres platos, han tomado las curvas, han sorteado los pedruscos, han evitado los engorros, han abierto hueco, han marcado la diferencia. Ellos se jugarán la victoria. "Y entonces cometí el gran error que me costó la victoria", dice Hermida. "En esos momentos todos los corredores de mountain bike sufrimos la crisis de la hora cuarenta, ataca la fatiga, el cuerpo se relaja sin querer, la mente se desconcentra. Todos lo pasamos pero no todos se caen. Los mejores son los que mejor gestionan la situación. Yo me caí como un puto juvenil. Era un tramo así, normal, rápido, derecha, izquierda, derecha, izquierda. Cuando me quise dar cuenta estaba en el suelo, con la rodilla sangrando, los cuernos torcidos, la visera de medio lado. Y entonces supe lo que quiso decir Armstrong cuando se cayó el año pasado en Luz Ardiden, cuando dijo que la adrenalina le había salvado. Y es verdad, eso se siente. El subidón. Di una patada para enderezar el cuerno, me quité la visera del casco porque no me dejaba ver. Y así, al límite, he ido a ver si remontaba".

De repente, en cuestión de segundos, pasó de luchar por la victoria a luchar contra el fantasma de Sidney, la caída en los otros Juegos que le condenó al cuarto puesto. Hermida temió, pero se fue para arriba. Se echó agua por la herida. Cerró los dientes para aguantar el dolor. Guiado por el miedo, que no le paralizó, aceleró. Tardó cinco kilómetros, menos de una vuelta, en adelantar al holandés Brentjens, que le había pasado en la caída. Pero no pudo con Absalon. "Él iba gestionando la ventaja", dijo. "Ganó fácil y justamente". A Hermida, un hombre feliz nacido en Galicia, hijo de un albañil emigrante en Cataluña, sus amigos le llaman El Káiser.

Hermida entra en la meta simulando sus habituales disparos de pistola.
Hermida entra en la meta simulando sus habituales disparos de pistola.EFE

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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