Paralímpicos
Entramos un viernes en las instalaciones olímpicas de Atenas y las abandonamos un domingo. Para salir de allí unos han hecho el equipaje, mientras que otros sólo hemos apagado el televisor. Los que hemos asistido en la distancia a las competiciones y no hemos sufrido el calor sofocante, ni la contaminación, que envolvía la ansiedad por ganar de los participantes, ni hemos disfrutado de los famosos yogures griegos ni de una buena musaka, ni tampoco hemos tenido que trasladarnos de un lado a otro de la ciudad para ver las pruebas, necesariamente tendremos una idea bastante deformada de lo que es aquello. Porque desde casa, todos los Juegos más o menos parecen los mismos: calles rojas por donde ruedan los corredores, enormes piscinas de agua trasparente, circuitos de mountain bike y al mismo tiempo embarcaciones entre las olas del mar. En pantalla estos lugares están juntos, no asistimos a los kilómetros que los separan, al tráfico, al paisaje por el que se pasa en el desplazamiento, a la gente que se ve por la calle, a los olores, en definitiva a lo que da sentido al hecho de que los Juegos se celebren aquí y no en otro país. Da la impresión de que tras la despedida se comenzarán a recoger, plegar y embalar todos esos escenarios para desplegarlos ante nuestra vista cuatro años más tarde en otra ciudad del mundo, en que de nuevo veremos las gradas, las piraguas y un lugar impreciso, vago, donde se tira al plato. Algo que de ser posible nos ahorraría a todos verdaderas fortunas y muchas molestias. Desde aquí, incluso el Partenón iluminado por la noche parece de quita y pon y a punto de ser devuelto a su verdadero emplazamiento. Y se tiene la sensación de que los propios deportistas van a ser guardados en unos estuches hasta los próximos Juegos ya que prácticamente hasta entonces apenas tendremos oportunidad de verlos. Nuestras vidas volverán a la realidad, o sea, al fútbol. Y por eso antes de que se apaguen las luces del Olimpo ya nos ciega la Liga de las Estrellas.
En cualquier caso, ha sido suficiente. No habría resistido más mallas bordadas en oro, plata y bronce, más moños, más cuerpos de plastilina, más coronas, más caras compungidas, más fracasos, más frases reveladoras iluminando nuestras sedentarias vidas. Habría acabado aburrida de los ganadores infalibles que todo lo ganan y que acaban restando interés al espectáculo. De hecho, dejé de ver el Tour cuando siempre lo ganaba Armstrong, y ahora me marchaba a picar algo a la cocina cuando le tocaba nadar a Phelps. Puede que la saciedad del espectador sea el rival más duro contra el que tendrán que luchar los Paralímpicos, que comienzan el 18 de septiembre. Es una pena porque para el que no es inmaculadamente altius y fortius la palabra ganar cobra su verdadero valor.
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