_
_
_
_
_
OLÍMPICAMENTE | Atenas 2004
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Pluriempleo

Hacer compatible el deporte de alta competición con un oficio fue, durante siglos, una sana costumbre. La mayoría de los primeros atletas dignos de participar en unos Juegos Olímpicos procedían del ejército, una profesión que probablemente explica la presencia del tiro, la lucha y la esgrima en el programa olímpico. Pero, además de militares de mayor o menor graduación, hubo momentos en los que algunos héroes sorprendían por la humildad de sus oficios. Entre los corredores de largas distancias, por ejemplo, hubo una época en la que casi todos los kenianos eran carteros. Uno se los imaginaba recorriendo interminables distancias con la saca de correspondencia a cuestas, repartiendo sobres a la velocidad de un, mec-mec, Correcaminos. En los primeros Juegos de Atenas de esta nueva era, no sólo destacaron guerreros y aristócratas adictos a la adrenalina. En sus Memorias olímpicas escritas en 1931 el responsable de todo este pollo, Pierre de Coubertin, cuenta que la figura más importante de aquellos juegos fue un tal Spyro Louys, vencedor de la prueba de maratón. Escribe el barón: "Spiridion Louys era un magnífico pastor vestido con las enagüillas del traje popular griego y ajeno a todas las prácticas del entrenamiento científico".

Dicho así, parece obvio que el entrenamiento de Louys había consistido en años de recorrer las montañas griegas guiando a unos cuantos rebaños de cabras. ¿Existe mejor entrenamiento? Viendo los centros de alto rendimiento, a ver quién es el guapo que dice que no. La racionalización obsesiva del esfuerzo ha traído consigo una jerga especializada que disuade y que, a base de estadísticas, convierte el rendimiento en materia prima de sesudas pruebas. Louys, al igual que los carteros kenianos, pertenecía a la raza de los que, confiando en sus posibilidades, se apuntan a un bombardeo creyendo no tanto en la preparación como en las propias aptitudes. Aquellos eran otros tiempos. Pese a que, durante meses, se le consideró como el auténtico héroe de aquellos juegos, Louys tuvo problemas con una dama de la aristocracia de la que se encaprichó y, como premio, las autoridades le regalaron unas tierras en su pueblo natal. Pero los problemas le vinieron por otro lado. El día antes de su victoria, esa hermosa dama ateniense se comprometió a entregar su corazón al ganador de la prueba siempre y cuando fuera un griego. Ella daba por supuesto que sería uno de los influyentes hijos de buena familia que participaban en la gesta y no aquel rudo y velludo pastor, con el que, por lo visto, no acabó de cumplir sus promesas. Ahora las únicas promesas son económicas. A algunos puede parecerles mal pero es más práctico. Además: pagar con tierras que no te pertenecen o con el amor interesado de una mujer calculadora resultaría impropio de nuestra época, tan obsesionada con el qué dirán.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_