El precio de la universalidad
DE VEZ en cuando hay que pararse a reflexionar sobre lo que uno trae entre manos. Tomar conciencia del punto en que estamos, y del punto al que nos dirigimos en un horizonte previsible. Pero hay materias particularmente difíciles de someter a este género de auscultación. El flamenco, por ejemplo. Un arte que permanentemente parece jugar un poco a la evasión, a la ambigüedad, al enigma, un arte que defiende -consciente o inconscientemente, eso es difícil de determinar- su parcela de misterio como parte del propio prestigio.
Evidentemente, la difusión del flamenco que hoy salta a la vista es un hecho sin precedentes en su historia. Abandonó hace tiempo ya su leyenda negra de pertenecer a ambientes no edificantes y habitados por gente poco recomendable, para instalarse incluso en santuarios del famoseo y el glamour. No estoy convencido de que esto sea mejor que aquello, pero en cualquier caso se trata de la fachada, de la cara exterior del problema. Y lo que nos interesa verdaderamente es lo de dentro. Lo que puede explicar y definir el arte jondo de nuestro tiempo. Ese arte anda extendiéndose más que nunca, cierto, tanto que se habla ya de un arte universal. Lo que no quiere decir que cualitativamente avance en parecida medida. Más bien al contrario. El efecto difusión opera proporcionalmente en sentido contrario, restándole profundidad al arte, rebajando los valores que el aficionado ha estimado tradicionalmente más, como la jondura, la comunión con la audiencia, la ética expresiva que jamás engaña.
El flamenco de ahora mismo llega a lugares y países impensables no hace mucho, pero es un arte de rango inferior al que nos hizo amarlo en tiempos pasados. Y conste que me refiero a todo el flamenco, también la guitarra, de la que venimos diciendo que es la vanguardia, la faceta de lo hondo que rompe barreras y marca los nuevos caminos. Lo es seguramente, gracias antes que nada, a la decisiva presencia de Paco de Lucía y la escuela de jóvenes guitarristas que siguieron -y siguen- sus pasos.
Es cierto que todos ellos se comen la guitarra. Pero hoy no nos basta que casi todos los guitarristas consagrados después de aquella generación que lideraron Serranito, Sanlúcar y De Lucía sean verdaderos fenómenos en ejecución técnica si su discurso artístico es vacío y se queda en un puro artificio más o menos espectacular.
Me preocupa, profundamente, algo que estoy viendo prácticamente a diario en los conciertos -presuntos debiera escribir aquí- de guitarra solista. ¿Dónde están esos conciertos? Después de la desaparición de Sabicas, ¿qué otro es capaz de dar un concierto en solitario de arriba abajo, a solas con su instrumento, sin nadie más en el escenario? Nadie. Salen, hacen un tema testimonio de que sí saben tocar solos, y después ya se unen al protagonista los miembros de un grupo con cajones y otras percusiones, teclados, flautas y/o saxos, chelos y/o violines, bajos, etcétera, instrumentos todos a una o en diversas combinaciones según los casos.
He visto recientemente -el 16 de junio pasado, para ser exacto- a Pepe Habichuela tocando una guitarra, con salida por cable hacia el exterior de una pastilla amplificadora, creo, y además con micrófono externo delante según su uso habitual. Uno de los temas que interpretó lo hizo con el acompañamiento de tres cajones. Pepe Habichuela, que tiene 60 años y es un clásico de la guitarra flamenca en concierto.
Obviamente, estos grupos suenan parecido y pierden identidad, en ellos la guitarra diluye sin remedio su sonido. ¿Por qué, entonces? Para muchos, las razones son exclusivamente comerciales, es lo que el público pide y lo que el público va a oír. No rechazo tal hipótesis, pero dudo que ella lo explique todo. El factor artístico nunca se puede dejar de lado, y la verdad es que la guitarra sola exige muchísimo más al tocaor. Me lo reconocía Enrique de Melchor hace unos meses: "En cuanto veo entrar al grupo, me relajo, ¡ay que alegría, ya están aquí!".
El cante y el baile tampoco presentan panoramas que ilusionen demasiado. El cante se halla persistentemente estancado. Desde que Miguel Poveda ganó la Lámpara Minera en 1993, nada de nada. Así que los referentes obligados siguen siendo Enrique Morente, Diego Carrasco, José de la Tomasa, Carmen Linares y unos pocos más. En cuanto al baile, la confusión es casi infinita. Se ponen en pie proyectos descabellados, que empiezan y terminan en una sola representación y cuyo único fin parece ser el cobro de suculentas subvenciones. Otros productos son formalmente brillantes, sin más, y logran larga vida en los escenarios. Otros, en fin, frecuentemente con problemas para sobrevivir, son remansos de paz y belleza que se llaman Eva la Yerbabuena, María Pagés, Israel Galván, Belén Maya, Javier Barón...
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.