El efecto empujón
El Efecto Llamada es una expresión inventada a este lado del Estrecho, que parte de una sobrevaloración de nuestros encantos. Creo que, cuando se refiere a ello para despreciar las próximas actuaciones respecto a la inmigración, don Mariano Rajoy razona como ser no nacido en África (de eso, al menos, África se libró) ni en ningún otro lugar del Tercer Mundo, y también como político que no empezó precisamente trabajando en una ONG. El líder de la oposición desconoce, y no es culpa suya, que el Efecto Llamada no es más que un tímido silbido, si lo comparamos con el brutal Tam Tam del Empujón. Factor, este último, que sí determina el comportamiento de quienes, por pertenecer a países sub o mal desarrollados y sub o mal administrados, ven en la emigración, por dura que sea y prohibida que esté, la única forma de salir del hoyo.
La medalla de Gervasio Deferr, ese tesón suyo, ¿existirían si no llevara sangre de argentinos que tuvieron que venir a buscarse la vida?
En cambio, los acomodados y hasta ricos sí sienten en sus entrañas algo que, con justicia, podemos denominar Efecto Llamada. ¿O de qué otra cosa estamos hablando cuando observamos la Atracción Fatal Vitalicia que el sillón de presidente autonómico de Galicia ejerce sobre don Manuel Fraga Iribarne? Y luego está el caso de don Emilio Botín, que desembarca (y no precisamente en patera) en Gran Bretaña y se compra allí un banco, el Abbey, disponiéndose a suprimir tres millares de empleos. Cuando lo leí, me emocioné. Toma, Gibraltar. Toma Tireless, toma princesa Ana, toma festejos. El banquero Botín ha sentido también la Llamada, en su versión más Libre Tránsito de Capitales. No quiero ni pensar que esos tres millares de obrerotes o lo que sean lleguen a experimentar en sus traseros el Empujón de la precariedad y se vengan a España, a trabajar como ilegales después de haber atravesado el Canal de la Mancha como cuando Normandía, pero irregularmente.
Metidos como estamos, por cierto (París lo festeja durante toda esta semana), en el 60º aniversario de la entrada de liberación de la capital francesa, llego a mi Momento Cine de casi todas las crónicas para confesarles que yo también lo estoy celebrando, pasándome, en programa doble, La última vez que vi París (muchedumbres en los Campos Elíseos, Liz Taylor besando a desconocidos) y ¿Arde París? Me habría gustado ser la dueña de un bistrot justo durante esos pocos días felices, antes de que los resistentes comunistas fueran traicionados y los españoles resultaran ninguneados. Pero menudo subidón, antes de caer en la realidad, que se empeña en no escribir finales redondos.
Se lo comento a Ahmed, camarero sin papeles en un bar que frecuento, y en donde le tratan muy bien.
-Anda, que podrás legalizar lo tuyo.
-Sí, eso dicen. ¿Tú te lo crees?
-Funcionará en casos claros como el tuyo, supongo.
Sonríe con toda su cara, sin saber que una señora del PP ha dicho por la radio que estos trabajadores, si se les legaliza, van a querer tener los mismos derechos que nosotros, y que eso hay que pensárselo mucho. Tampoco le comento que eso que acaba de hacer entre dos servicios de mesa, sacarme una brizna (él ha usado la palabra brossa, en catalán: lleva tiempo aquí) que se me había metido en el ojo derecho, es algo que quizá no debería haberle consentido. Pues tal vez (tal Jordi Pujol ha advertido públicamente) atenta contra Mi Identidad. Sí, empiezan por ayudarte y acaban echándole disolvente a las Señas Inconfundibles. Por fortuna, rápidamente he recordado que carezco de Eso, sea lo que sea. A duras penas podría anunciarme con el evasivo Yo Soy la que Soy (metafísica e incluso físicamente hablando), y (sobre todo) rechazo cualquier identidad, si es que existe, que no resulte de cuanta más mezcla, mejor. La medalla de Gervasio Deferr, ese tesón suyo, ¿existirían si no llevara sangre de argentinos que tuvieron que venir a buscarse la vida?
Con toda claridad hay que decir que las Identidades, sean Selectivas o no, me producen el Efecto Patadón.
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