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Columna
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Viaje al centro de Madrid

El otro día pasaba por la plaza de España cuando una turba de turistas me empujó sin querer dentro de uno de esos autobuses rojos de dos pisos, que ofrecen un tour por Madrid. En el fondo, no opuse resistencia porque pensé, qué caray, para eso estoy de vacaciones, y me senté junto a una ventanilla y me dispuse a disfrutar tanto como mis compañeros de pantalón corto. Sin embargo, al cerrarse las puertas, la atmósfera se enrareció y tuve una sensación bastante inquietante, la de que habíamos quedado atrapados en un tour sin retorno, una premonición podríamos decir, que se confirmó en cuanto el guía, con una seriedad fuera de lugar, nos dijo que el viaje que íbamos a emprender no era un viaje normal. No era uno de esos viajes tontos, sin sentido, que se hacen sólo por diversión, sino un viaje interior.

A mis compañeros lo de interior no les inquietó lo más mínimo, seguramente tenían un interior a prueba de bomba, pero a mí sí. A mí penetrar en mi interior me asusta más que llegar al centro de la tierra o descender a un volcán o hacer submarinismo en aguas preñadas de tiburones. Antes me apuntaría a ser la astronauta de la película Contact, lanzada al espacio en una exploración incierta, de improbable regreso, que aventurarme a desentrañar mi alma, donde deben de permanecer agazapados, como planetas remotos y misteriosos, los miedos infantiles. Y los actuales, que tampoco sé bien de dónde vienen. En ese interior deben de ocultarse los deseos igual que criaturas vergonzosas que se esconden en cuanto me paro a mirarlas, y esas verdades frías como el hielo, que si se tocan, queman. Por eso, lo de psicoanalizarse me parece una heroicidad sin límites. Atreverse a saber, aunque sea tumbado en un diván, es 100.000 veces más arriesgado que atreverse a escalar una montaña. Es más, creo que la mayoría de cosas que hacemos en la vida de la mañana a la noche, estudiar, ver las olimpiadas, ir al cine, salir con los amigos, es una manera de entretenernos para no llegar a saber. Que ¿qué es lo que no queremos saber? Que cada uno busque en el fondo de su corazón, como suele decirse. Para ello habría que comenzar por el espejo, por descubrir las puertas secretas que hay tras las comisuras de la boca, la arruga del entrecejo o del brillo de los ojos. De hecho, un espejo es como un sabio.

O bien podríamos empezar asomándonos a otras interioridades. Nos enteraríamos de algunas cosas si echásemos de vez en cuando un vistazo al interior de la bolsa de la aspiradora. O si abriésemos el frigorífico de las casas donde vamos de visita o el armario del cuarto de baño. El que no acostumbre a bajar al metro, que lo haga porque es la forma de llegar a las entrañas de los madrileños a través de los cortes de pelo y del tipo de ropa que se lleva, de los libros que leemos, de nuestro grado de educación al no ceder el asiento ni a nuestra madre y de la cara que ponemos camino del trabajo, convencidos hasta los doloridos huesos de que no le debemos nada a nadie.

Y, sin embargo, hay otro modo de ahondar un poco más sin tener que bajar como quien dice al centro de la tierra. Sólo hay que salir de la almendra central y tomar la autovía de Valencia. Tras pasar algún restaurante, alguna gasolinera y algunos árboles, se puede uno desviar hacia lo más bajo o más interior de nuestras vidas: la Incineradora, donde se quema y recicla toda la basura de Madrid. Los vecinos cercanos a las instalaciones disfrutan de la oportunidad de comprobar con su propio olfato los usos y costumbres más íntimos de los madrileños, lo que comemos, lo que despilfarramos, los productos que utilizamos, lo que somos en definitiva. Un mar de desperdicios, al que van a parar las basuras de los pobres y de los ricos y la basura de la basura, o sea, sus emisiones de gases. Y que podrá considerarse la bajada a los infiernos de cualquier tour si Repsol y Sufisa logran construir una central térmica en sus inmediaciones.

Tras pensar todo esto, le dije al guía que de querer hacer un viaje interior no me habría subido a un autobús, sino que me habría apuntado a un curso de reiki. Pero él me contestó que estaba muy equivocada, que me ahorraría muchos esfuerzos en la vida el aceptar este asiento que el destino me asignaba. Y muchos quebraderos de cabeza el tener un grupo al que pertenecer y un guía que me indicase el camino. Y entonces arrancamos y hasta ahora.

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