Una mujer independiente
Siempre que su imagen aparece en la pantalla del televisor o fotografiada en la prensa, da la sensación de que acaba de realizar alguna gestión y se dispone a emprender otra. Sin embargo, no comunica ajetreo ni actividad descontrolada, sino quehacer continuo, inagotable y con sentido.
Extremadamente delgada, en su rostro, que no disimula la cincuentena de años, destaca una mirada viva, despierta, que desmiente el ligero cansancio que pudiera dejar entrever su expresión. Los ojos grandes y brillantes se comen la sonrisa, resumida en simple amago.
Según declaraba en una entrevista realizada por Sol Alameda y publicada en este mismo periódico, su color preferido es el malva, y, en efecto, si hubiera que atribuirle un color éste sería el malva, clara tonalidad, luminosa y discreta que casa perfectamente con la figura de esta mujer siempre bien vestida, pero nunca con ostentación. Su atuendo, correcto, disimula una elegancia que no se advierte a primera vista y que no implica premeditación. Por el contrario, diríase que para esa mujer, que siempre parece terminar de hacer algo para empezar a hacer otra cosa, los asuntos relacionados con la apariencia no son, ni mucho menos, lo primordial.
A mí se me antoja una reencarnación del espíritu de la Institución Libre de Enseñanza, de aquellas gentes que representaron lo mejor que ha dado este país en siglos
Transmite la impresión de saber que hay que ser honesto, que no se mata a cambio de petróleo, que no se roba, que las palabras están para decir algo, y no para expresar el vacío
Hace poco más de tres meses que José Luis Rodríguez Zapatero la nombró vicepresidenta primera, ministra de la Presidencia y portavoz del Gobierno, y reconforta pensar que, por primera vez, una mujer ocupa dicho cargo en este país. Sobre todo teniendo en cuenta qué clase de mujer es María Teresa Fernández de la Vega: socialista -y sin carnet del PSOE-, feminista, con una sensibilidad hacia los problemas sociales totalmente exenta de marquetería populista y de retórica facilona, y con una trayectoria profesional que descalifica a quienes se empeñaran en atribuir su nombramiento a la tan cacareada cuota femenina. De hecho, algunos bocazas que desconocen la virtud del callar se han permitido chanzas acerca del hecho de que el Gobierno socialista cuenta con ocho mujeres; pero nadie con cara y ojos ha puesto en tela de juicio el nombramiento de María Teresa Fernández de la Vega como vicepresidenta del Gobierno.
Siempre en Justicia
Valenciana, de 55 años, soltera, tras trabajar en la Administración jurídica, María Teresa Fernández de la Vega se inició en su quehacer político como jefa de gabinete del ministro de Justicia, Fernando Ledesma, en el primer Gobierno de Felipe González, pasando, posteriormente, a ocupar la dirección general de Servicios del Ministerio de Justicia, y, más tarde, una Secretaría de Estado en este departamento a las órdenes de Juan Alberto Belloch. Entre 1990 y 1995 formó parte del Consejo General del Poder Judicial, y, desde 1998 hasta hace unos meses, desempeñaba el cargo de secretaria general del grupo parlamentario socialista. Su experiencia abarca, pues, el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial. Se dijo que Rodríguez Zapatero la eligió para coordinar la labor de todos los ministerios, excepto el de Economía, por su capacidad de organización y por la seriedad, solvencia y dedicación al trabajo que ha demostrado tanto en los cargos que ha ocupado en el poder como en la oposición.
Detallar la trayectoria profesional de María Teresa Fernández de la Vega resultaría ahora demasiado extenso. Si bien es lo que interesa -y mucho, ya que es lo que la ha llevado hasta la vicepresidencia del Gobierno y lo que garantiza su actual labor-, me aventuro a afirmar que lo importante radica en su talante personal. A mí, particularmente, la vicepresidenta del Gobierno se me antoja una reencarnación del espíritu de la Institución Libre de Enseñanza, es decir, de aquella gentes que representaron -y siguen representando en la memoria de muchos- lo mejor que este país nuestro ha dado en siglos. Lo mejor desde el punto de vista ético y cultural. Una de las tragedias de la Guerra Civil española fue la extinción de aquel espíritu que, resumido de una manera tan breve como tosca, consistía, entre otras cosas, en saber, creer de verdad, y enseñar algo muy simple: que "hay cosas que no se hacen". Tras unos años en que, dada la imagen, la actitud, los hechos y el verbo de la mayor parte de los políticos en el poder, la ciudadanía no presta ninguna clase de crédito a quienes se ocupan de la cosa pública, es imprescindible que existan personas que sepan y enseñen que "hay cosas que no se hacen". Y María Teresa Fernández de la Vega transmite la impresión de saberlo. De saber que hay que ser honesto, que no se mata a cambio de petróleo, que no se roba, que las palabras están para decir algo y no para expresar el vacío. No nos la imaginamos comprando medallas, ni casando a sus sobrinos en recintos reales, ni negándose a dar explicaciones en el Parlamento -que equivale a negar la palabra al contribuyente-, ni a insultar a quien no sea de su misma opinión, ni a calificar de golpe de Estado el triunfo de un partido contrario al suyo.
Amor y pedagogía
Rosa Chacel, que no perteneció físicamente a la Institución Libre de Enseñanza pero sí moralmente, decía que su vida se resumía en el título de una novela de Pío Baroja: Amor y pedagogía. Pedagogía es lo que falta en este país. Y el nuevo Gobierno debe ejercerla. Puede ejercerla. Y, de hecho, con Fernández de la Vega y Rodríguez Zapatero a la cabeza, ha empezado a hacerlo. Hay señales de que ambos tienen valor suficiente para emplearse a fondo en la labor. El presidente del Gobierno terminó su discurso de investidura pronunciando una palabra que, desde la reinstauración de la democracia, no se había oído en el Parlamento: la palabra "bondad".
María Teresa Fernández de la Vega hablaba también de bondad en la entrevista de Sol Alameda que he citado al principio de estas líneas. Se necesita mucho valor para pronunciar ciertas palabras hoy en día sin temor a las fieras. Se necesita mucho valor y mucha seguridad en uno mismo y en las propias creencias. Si todos los integrantes de aquel grupo que fue oposición hasta el pasado mes de marzo -grupo acusado de débil y blando incluso por una amplia mayoría de votantes socialistas- fueran del mismo talante, el cambio estaría servido.
En los años de la dictadura franquista, muchos jóvenes nos íbamos enterando poco a poco de lo sucedido en nuestras familias durante la guerra y los primeros años de la posguerra. María Teresa Fernández de la Vega también.
En la adolescencia supo que su padre, socialista, fue apartado de su trabajo tras la Guerra Civil. El descubrimiento de la injusticia y de las represiones sufridas por los vencidos fue lo que la impulsó a interesarse por la política. Sin caer en el determinismo ideológico, pero sí en el aprendizaje de ciertas verdades, el conocimiento que de injusticia tiene la vicepresidenta del Gobierno viene de lejos y no se borra con la desmemoria a que aboca el ejercicio del poder en según qué casos. Precisamente en los casos de quienes, por lo visto en este país en los últimos años y a juzgar por determinadas genealogías, practicaban la injusticia que otros padecían.
Es una de las diferencias (que existen, aunque hoy en día haya quienes consideren feo decirlo) entre las gentes de derechas y las de izquierdas: los primeros tienen una memoria familiar; los segundos, colectiva. (Y lo mismo que de la memoria puede decirse de los intereses).
Cordial, prudente, sin afectación de ningún tipo, sin ostentaciones pero tampoco con falsa humildad, comunicando sensatez y seriedad, María Teresa Fernández de la Vega nos da la seguridad de que "no fallará".
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