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PERFILES DE CINE | Michael Caine | CULTURA Y ESPECTÁCULOS

Menos es más

Durante más de diez años, forzado por la necesidad, Michael Caine -quien por esos días se llamaba Michael Scott- estuvo varias veces a punto de abandonar su carrera como actor. Si se hubiera rendido, habría retomado, quizá, la vida a la que estaba destinado como hijo de una familia obrera de la zona más pobre y decaída del sur de Londres: limpiador de pescado (como su padre), empleado doméstico (como su madre) o portero nocturno de burdel (como llegó a ser durante algunos meses de desesperación). Si se hubiera rendido, nadie recordaría su cara, y su única imagen cinematográfica, borrosa, inexistente, sería la de un montón de papeles desteñidos que desempeñó como extra en películas de segunda clase: un policía parado en una esquina, un grandullón mudo con mirada de idiota, un mensajero que atraviesa la calle.

Con mucha seguridad en sí mismo y con mucho sentido del humor ha sabido sacarles ventaja a sus desventajas

Pero esos actores que nadie recuerda, estrellas opacas, esos extras que nadie nota ni fija en su memoria, ¿no serán los mejores actores, y no serán precisamente el modelo del tipo de actuación que ha hecho famoso a Michael Caine? La forma de actuar de Caine es quizá una de las mejores demostraciones de que en las grandes performances cinematográficas "menos significa más", es decir, que cuanto menos haga un actor, cuanto menos represente y mientras menos enfático sea, más realista y convincente resultará su personaje.

La historia del cine en el siglo XX tuvo mucho que ver con el esfuerzo por quitarles a los actores los tics grandilocuentes aprendidos en el escenario de los teatros. La cámara ve más, se acerca más y oye mejor que los espectadores de una platea. De ahí que el actor cinematográfico tenga que reducirse a la mínima expresión. En el libro que Michael Caine escribió sobre cómo actuar en una película (Actuando en el cine, 1990) dice algo fundamental: el mal actor que representa a un borracho exagera la lengua de trapo y la inestabilidad corporal del borracho. El buen actor de películas, en cambio, es como el borracho real: lucha todo el tiempo porque nadie note que está de veras borracho. Lo mismo con la expresión de los sentimientos: un mal actor que debe llorar, gime y se demora en aspavientos de su llanto. El bueno hace como las personas de carne y hueso, que luchan por disimular su emoción, por esconder las lágrimas. Un buen ejemplo de cómo lograr ambos efectos está en Educando a Rita (1983).

Michael Caine llegó a la actuación por esos mismos motivos muy humanos por los que casi todos emprendemos las cosas: quería que le dieran un papel donde pudiera besar a una de las muchachas que estaba en el curso de teatro. Lo consiguió. Más tarde quiso llegar al cine para que le dieran las partes en las que el apuesto galán consigue enamorar a la más bonita de las chicas. Esto casi nunca lo logró. Si bien muy alto (casi 1,90), no era tan buen mozo; era más desgarbado que elegante. Tampoco le ayudaban sus gafas de miope, ni su acento cockney, por mucho que lo haya llevado con el orgullo con que se lleva una honorable cicatriz de guerra, más que como una marca de clase social. Caine siempre ha hecho de tripas corazón; con mucha seguridad en sí mismo y con un gran sentido del humor ha sabido sacarles ventaja a sus desventajas.

Casi siempre aceptó, por ejemplo, los papeles que las grandes estrellas rechazaban porque el personaje (malo, travesti, fracasado, enfermo, inmoral) podría dañar su imagen. Él no tenía una imagen para proteger, sino un alquiler para pagar; no quería ser la estrella enferma de sí misma que adapta los papeles a su personalidad, sino el buen actor de reparto que adapta y doblega su personalidad a los papeles que le asignan. Esto ocurrió desde el principio. Uno de sus primeros éxitos como protagonista, en Alfie (1966), se debió a que algunos actores famosos no quisieron aceptar el papel de un seductor de pacotilla que obliga a una de sus amantes a abortar.

Algo parecido ocurrió 33 años después con la película Las normas de la Casa de la Sidra (1999), que le valió un Oscar, cuando Paul Newman desechó el papel del Doctor Larch (un médico desencantado que practica abortos en un orfanato de Maine) por temor a perder su reputación entre los fundamentalistas cristianos de Norteamérica. La actuación de Caine en esta película es una de las más grandes de toda su carrera. Fue capaz de mimetizar su acento cockney hasta lograr la dicción típica de Nueva Inglaterra; los momentos más emotivos del filme los representa con una distancia dramática muy convincente. Y si alguien quiere ver hasta qué punto son importantes los detalles corporales en una gran actuación habría que detenerse muchas veces en la mano del Doctor Larch en el momento de su muerte accidental por una sobredosis de éter. Es una mano que lo dice todo, de la manera más sutil.

Hay algo poético en muchas de sus actuaciones, que no consiste sólo en lo que dice, sino en cómo lo dice. "He hecho mi carrera representando gente real, imperfecta, en vez de ser una estrella de cine", declaró alguna vez. Sus experiencias personales como loser (perdedor, fracasado) durante los primeros 30 años de su vida le dieron tal vez la sensibilidad, el tacto y la memoria para saber representar a cabalidad este tipo de papeles: el del perdedor que todos quisiéramos que no perdiera, pero que parece condenado a perder por un destino ineluctable, por un hado humano que rara vez se modifica. En El americano impasible ( 2002), adaptación de la estupenda novela de Graham Greene, Michael Caine hace una caracterización inolvidable del periodista Thomas Fowler: la ambigüedad de la venganza política o la venganza por amor parece anunciada en cada leve gesto de ese personaje que pierde a la hermosa chica vietnamita, robada por el más joven y apuesto de sus contrincantes.

El año pasado, una compañía de teléfonos móviles hizo una encuesta sobre el mejor apunte de diálogo de la historia del cine. Concursaban partes de Lo que el viento se llevó, Apocalypse Now, Casablanca... El pedazo más votado fue uno de Caine en una de esas películas en blanco y negro que sólo pasan cada muerte de Papa, al amanecer, por los canales culturales de televisión: The Italian Job (1969). Charlie Croker, un ex presidiario inglés, tiene un plan para robar en Turín los lingotes de oro transportados en un furgón. Cuando éste vuela en pedazos, Caine dice: "You were only supposed to blow the bloody doors off!" (Sólo debías volar las malditas puertas). Una vez más, no es lo que dice, sino cómo lo dice, lo que hizo que la mayoría encontrara inolvidable esta salida. Bien avanzado el siglo XX, casi ningún actor inglés había dicho nada que no estuviera pronunciado en el inglés de la reina. Ni qué decir que todavía la palabra fuck no había salido por los altavoces de los teatros para ofender los castos oídos de los espectadores. Pero ese acento cockney de Caine, el de la mayoría de los ingleses, conquistó a los anglófonos del mundo entero.

En el encanto de su dicción auténtica, unida a su actitud corporal relajada, normal, está la base de su éxito. Su manera de hablar fascina, a pesar de que muchos ni siquiera comprendan bien lo que dice. Shelley Winters, la estrella de Hollywood, declaró que cuando fue amante de Caine (sólo en la pantalla) nunca le entendió ni una sola palabra de lo que decía, y tenía que estar pendiente de sus pausas para poder contestar. A veces, para conseguir que le entendieran en los cines norteamericanos, Caine tuvo que repetir algunos de sus parlamentos con la película ya editada, haciendo un poco menos cerrado su acento cockney, aunque sin ocultarlo del todo.

Después de más de cien películas giradas, muchas de ellas pésimas (pero incluso en éstas casi siempre es posible rescatar su actuación), después de muchos premios -incluido otro Oscar por Hannah y sus hermanas, de Woody Allen-, este muchacho obrero, nacido con el nombre de Maurice Miklewhite, es hoy Caballero de la Reina y puede ser tratado como sir Michael Caine. What's in a name, "¿qué hay en un nombre?". El suyo, tomado del título de una película con Humphery Bogart, El motín de Caine, terminó acomodándose a lo que suena: al hermano de Abel. Tarde en los años, Caine descubrió que su madre, para protegerlo, le había escondido a un medio hermano durante toda la vida. El hermano, malogrado por una grave forma de epilepsia, había sido sacrificado por el bien de Caine.

Sus roles son ya de persona mayor. Nunca más terminará besando a la muchacha más bonita del reparto. Pero sigue actuando, y cada vez mejor, aunque algunos crean que ya se murió. Lo que pasa es que, como él mismo dice, "salgo en tantas películas a las tres de la madrugada que mucha gente piensa que estoy muerto". Por suerte para él y para el cine, no es así.

Michael Caine, en el Festival de Venecia de 1999.
Michael Caine, en el Festival de Venecia de 1999.EPA

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