Juana de Arco sube a los cielos en Edimburgo
Un joven director es la revelación en la apertura del festival.
Una de las características -manías diría alguno- del concierto de inauguración del Festival Internacional de Edimburgo, año tras año, es salirse del repertorio más trillado. A La condenación de Fausto y el Te Deum de Berlioz, y a la Misa glagolítica de Janacek de las últimas ediciones le ha sucedido esta vez Juana de Arco en la hoguera, de Arthur Honneger, una obra estrenada en 1938 que ayuna de pompa pero que tiene su circunstancia, intensa como pocas, y que planteaba la duda inicial de hasta dónde podía conmover al público. La historia de la doncella de Orleans, con un libreto de Paul Claudel a quien los periódicos han recordado -con ocasión de su Le soulier de satin que se da en el festival- más como un dramaturgo próximo al fascismo que como un converso que escribió su propia página en el teatro, podría quedar demasiado lejos: patria, fuego y Dios en una Francia medieval que el autor compara nada menos que con el caos anterior a la creación del mundo.
Animal escénico
La música de Honneger es magnífica, funciona a la perfección como sostén de un texto que une afirmación nacional y conflicto espiritual. Su sentido del drama no es gratuito y la emoción llega por la vía del arte más puro. Pero sin una Juana de Arco como es debido nada de lo que propone sería posible. Jeanne Balibar, formada en la Comédie Française, es la Juana ideal, y no sólo porque la dicción, tan importante en la lengua francesa, sea perfecta, que va de suyo. Es que la verdad que otorga al personaje, a su fragilidad, a su terror ante la muerte, convence y acongoja. Un verdadero animal escénico de suavísimas garras. El resto del reparto, papeles menores a excepción del Frère Dominique del actor Philippe Girard -que ha trabajado con Vitez y Py- y el siempre seguro tenor Paul Agnew, se entregó sin reservas, con la colaboración inapreciable de la compañía del Centre Dramatique National de Orleans-Loiret-Centre. A eso hay que añadir el Coro del Festival de Edimburgo, más dúctil que otras veces, sustituyendo el grito por el asombro, y una Real Orquesta Nacional de Escocia en muy buena forma. Fue una gran versión de concierto que hizo olvidar las posibilidades escénicas de la pieza, porque estuvieron ahí.
Al mando de todo, el sorprendente Kwamé Ryan. Un director negro, nacido en Canadá y crecido en Trinidad, alumno de Peter Eötvös y que ha sido responsable de la Ópera de Friburgo y asistente de Lothar Zagrosek en la de Colonia. Ryan ha manejado las masas con una flexibilidad más propia de un maestro bregado en mil batallas que de alguien que todavía se está haciendo una carrera. Ha demostrado que la suya promete, y mucho. Veremos si le dejan o a algún avispado le da por convertirle en una estrella fugaz. Ah, y el jueves toca en el Fringe la Joven Orquesta de Andalucía: obras de Zárate, Haydn y Holst. Suerte.
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