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A TODA VELOCIDAD | Atenas 2004 | YUDO
Columna
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El cuerpo se mueve

Qué diferentes resultan los brazos de Martina Navratilova empuñando una raqueta que en posición de reposo. Saliendo de unas mangas cortas y abandonados a lo largo del cuerpo, parecen dos musculosos animales narcotizados. Por lo general, los jinetes sin caballo, los arqueros sin arco, los yudocas fuera del tatami, los ciclistas sin pedalear y los atletas sin correr pierden algo majestuoso y épico, que les es consustancial: el movimiento. Incluso esas tenistas que alguna vez han coqueteado con la pasarela y la publicidad, en el fondo gustan porque nos las imaginamos saltando y sudando en la pista; de no ser así difícilmente podrían competir con Naomi Campbell, quien, por cierto, portó la antorcha olímpica en Atenas cual si sujetara el cucurucho de un helado. Y hablando de tenistas, nunca he visto mirada más adorable que las de Ferrero o Moyà siguiendo el curso de la pelota en el aire. No digo que lo pierdan todo en cuanto acaba el partido, sino que el máximo de su atractivo queda clavado en ese gesto como una chincheta a la pared. También los actores pierden algo fuera de la pantalla y los buenos escritores fuera de sus libros y los peces fuera del agua.

Precisamente de agua quería hablar. Y mencionar el agua es invocar a Michael Phelps, que ha estimulado la creatividad de los fotógrafos hasta cotas impresionantes. Phelps ajustándose las gafas. Phelps adoptando la posición aerodinámica de la zambullida. Una especie de hidroavión, que es Phelps. Chorros de agua resbalando, igual que sobre la piedra de una fuente, por un gorro, donde se lee Phelps. Los fotógrafos han logrado lo máximo: atrapar la transición de un brazo que se desplaza de un antes a un después. Y sin tener que vender su alma al diablo, como un día hizo Leny Riefensthal para cubrir de elasticidad los Juegos de Berlín de 1936. Pero volvamos a este chico, a quien ya no reconocemos cubierto con un chándal y con la ingenua sonrisa típica de los diecinueve años. Porque fuera de su reino, aunque sea para subir al podio a recibir un oro, pierde la magia que tiraba de nosotros. Quizá también él se sienta raro en cuanto sale a tierra y tiene que matar el tiempo arreglando su viejo Cadillac. Parece salido de la imaginación de Stefan Zweig, que creó a un chico llamado Mirko, un genio del ajedrez, tenaz y concienzudo a la hora de jugar, pero completamente mediocre en la vida normal. Digamos que Mirko vino a este mundo para mover su mente en las limitadas dimensiones de un tablero, como Phelps su cuerpo en las de una piscina. Y como cada uno de nosotros en el espacio que nos dejan los demás.

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