Quedó mal
Debió de ser complicado para los directores de los periódicos decidir qué foto publicar en la primera página de las ediciones del 12 de marzo. EL PAÍS eligió ésta, que apareció a toda página, dejando por arriba y por abajo unas zonas blancas para los titulares. La portada parecía, más que una sábana de papel, una mortaja. El periódico entero olía a sudario. Cuando lo abrías y deambulabas aturdido por sus entrañas, tenías la impresión de haber quedado atrapado en los pasillos de un tanatorio interminable. Ibas de sala en sala de ese tanatorio imperecedero y no había capilla ardiente en la que no reconocieras a un vecino, a un primo, a un amigo lejano, en la que no te reconocieras tú a ti mismo, pues nadie se libró de la metralla. No había en los hospitales habitaciones suficientes, ni en los periódicos páginas suficientes, ni en los diccionarios palabras suficientes. Hubo que improvisar a toda prisa habitaciones y páginas y palabras, que se convertían con frecuencia en morgues, en mortajas, en disparates.
Fíjense en la foto. Divídanla en cuadrículas y repásenla centímetro a centímetro, con una lupa si fuera necesario, porque no es exactamente una foto, sino una tomografía del estado en el que quedó el cuerpo social en los instantes que siguieron a la explosión. Observen el camino de ida y vuelta que hace el estupor entre la mirada de los heridos y la de los ilesos. Va y viene de unos cuerpos a otros, rebotando en los de los muertos, para que nadie se quede sin su ración de aturdimiento moral, de desconcierto anímico. No queremos ni imaginar lo que sucede en el interior de los vagones reventados, a cuyas ventanillas se asoman los cadáveres sin saber si se han muerto ellos o se ha muerto el paisaje.
Irónicamente, las vías, que ya no van a ningún sitio, permanecen intactas. Tal era la impresión de los que habíamos sobrevivido mientras nos vestíamos y nos colocábamos las corbatas; mientras nos afeitábamos; mientras nos aseábamos como se asea a un difunto. Estábamos aparentemente intactos, sí, pero no íbamos ya a ninguna parte. Fingíamos que nos arreglábamos para acudir a la oficina, a la fábrica, a la universidad, al periódico, al ambulatorio, a la estación, al bar, a casa de mamá, al instituto..., pero esa creencia era un espejismo. No íbamos a ningún sitio. O, mejor, íbamos de un lado a otro, como boxeadores sonados por un golpe imprevisto, esperando encontrar un resto de sentido entre aquellas cantidades bíblicas de desatino. No se pierdan la expresión de "qué hago" de ese hombre que, a la izquierda de la fotografía, arrodillado junto a las vías, sostiene entre sus brazos un cuerpo que agoniza mientras mira a su alrededor espantado por aquel exceso de realidad.
La imagen de un tren en vía muerta posee cierta gracia poética porque parece que está ahí como premio a haber llegado antes a algún sitio. Pero la imagen de una ciudad entera en vía muerta es como la de un domingo por la tarde infinito. Así quedó Madrid durante varias semanas, presa de un estupor moral que se reflejaba en el vacío de sus calles. Por eso esta imagen es, más que una foto, un escáner del cuerpo social tal como quedó tras la explosión. Y quedó mal.
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