Atletas de sofá
Siempre que se inicia un acontecimiento como los Juegos Olímpicos, las empresas de televisores aprovechan para presentar sus nuevos y revolucionarios modelos con la esperanza de dinamizar el mercado. Muchas familias estrenaron televisor en color con motivo del Mundial de España o de los Juegos de Montreal y alguno habrá conseguido cambiar a más pulgadas con la excusa de Atenas 2004. En los últimos años, la tecnología nos ofrece unos televisores que no sólo reproducen la realidad de las pruebas hasta el más mínimo detalle sino que hacen que el partido de fútbol que enfrentó a, pongamos, Argentina y Serbia-Montenegro (tan impacientes que ni siquiera esperaron a la ceremonia de inauguración para jugar) resulte más interesante en pantalla que en directo. En el estadio real, echas de menos las repeticiones e incluso las pausas publicitarias para ir al retrete sin estar acompañado por miles de personas. La prueba de la superioridad del espectador catódico frente al presencial es que la única preocupación que parece asaltar a los que están en la grada es que les enfoquen las cámaras para saludar a sus pasivos familiares.
El contraste entre el sedentarismo transpirativo de los espectadores y el muscular dinamismo de los atletas también invita a la reflexión, ya que nos remite al ancestral antagonismo entre vicio y virtud. Los deportistas se juegan su prestigio y el trabajo de muchos años en unos minutos mientras que nosotros, indolentes mortales, no tenemos nada que perder o ganar y allí estamos, tumbados en el sofá y armados con toda clase de comida y bebida basura, dispuestos a superar nuestros récords de pasividad mórbida. Si, de repente, entraran en nuestro domicilio unos inspectores y nos sometieran a un análisis de sangre o de orina, encontrarían oscuros sedimentos y la memoria de muchas horas de retransmisiones. Es la ventaja de ser espectador: nadie nos controla y todo el mundo se disputa nuestra atención, esperando que dediquemos nuestro tiempo a lo que ocurre en Atenas y no a las ubícuas coplas a la muerte de Carmina Ordoñez o a los conflictivos cambios de opción sexual de los sucesivos reemplazos de Gran Hermano.
Pero la condición de espectador olímpico no siempre fue tan agradecida como ahora (y no me refiero a cuando, al no tener televisión, me tragué los Juegos de Múnich frente al escaparate de una tienda de televisiones). Cuando no existía la televisión ni sus circunstancias, ser olimpicofílico implicaba unas dosis de sacrificio sólo comparable a las de los entusiastas que acuden al festival de Benicássim. En su libro The Olympic Games: The First Thousand Years, Moses I. Finley y H.W. Pleket cuentan que, durante los Juegos de la Antigüedad, "la inmensa mayoría de los espectadores dormía a la intemperie o en tiendas y se alimentaban de los víveres que les proporcionaban los vendedores ambulantes". Y añaden que, para no ser acosados por las manadas de moscas, hacían sacrificios a los dioses exigiendo su insecticida intervención (lema de un posible anuncio: Zeus las mata bien muertas). El follón organizado por semejante muchedumbre también forma parte de la historia. "Controlar a decenas de miles de griegos sobreexcitados y hacinados en un espacio relativamente reducido no debía ser fácil", escriben los arqueólogos de la memoria olímpica. ¿Por qué lo hacían? Según Epícteto, filósofo y pedagogo estoico, por el carácter memorable del espectáculo, aunque sospecho que fue porque no existía la televisión. De haberse inventado la pantalla plana antes que los Juegos, probablemente nadie habría cambiado la comodidad de los sofás por la dureza de las gradas. Ni siquiera las moscas.
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