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Columna
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Duelo de espejos

La calle siempre ha sido el lugar donde pasarlo bien, especialmente en verano, pero eso ya se acabó. Mi generación, nacida en los setenta, todavía disfrutó de una infancia improvisando porterías en los callejones, deslizándose en monopatín por los aparcamientos o construyendo cabañas en los arbustos de las plazas. Durante la juventud, la calle siguió constituyendo un espacio de libertad y ocio. Por la noche desfilábamos por el centro de la ciudad, desde Malasaña a Alonso Martínez, siguiendo una protocolaria ruta por diversos bares. Incluso el plan más relajado de cine y cena transcurría en el paisaje de las aceras de piedra, los árboles y los coches.

Ahora, sin embargo, los centros comerciales se han convertido en el nuevo espacio de diversión para los jóvenes. El fenómeno no es nuevo, pero prosigue una preocupante expansión. El sur de Madrid, con la reciente inauguración de los complejos Tres Aguas, Opción y Avenida M-40, posee ya medio millón de metros cuadrados de centros comerciales, medio metro por habitante. Esta alternativa de ocio prefabricado aporta muchas ventajas respecto a la vieja fórmula del divertimento en las calles: facilidad de aparcamiento y múltiples zonas de recreo y restauración cubiertas y agrupadas. El problema es cuando estos lugares de ocio dejan de ser una opción para convertirse en el único lugar de esparcimiento posible, algo que ya está ocurriendo en las pequeñas ciudades.

En Elche, ciudad que visito un par de veces al año, la flamante inauguración del centro l'Aljub ha obligado a cerrar todos los minicines o grandes salas del centro. Es obvio que desplazar las películas a las afueras significa trasladar también la jornada de compras, cena y copeo. La calle comercial de Elche ya parecía un gran complejo en miniatura, pues las tiendas habían mutado en Massimo Dutti, Zara y Springfield y los viejos cafés en Burger King y Pans & Company, pero al menos la tarde de ocio y compras conservaba el encanto de transcurrir en la calle, con sus palomas, sus portales y sus sombras. Ahora en Elche, como en muchas otras pequeñas ciudades, los jóvenes compran en las mismas tiendas, comen la misma comida prefabricada y asisten a las mismas películas hollywoodienses que en cualquier lugar de España (alienación por la que ya lloró la generación anterior), pero además lo hacen por los mismos pasillos cubiertos de cualquier centro comercial del mundo.

La calle es hoy un lugar vetado al ocio, no sólo porque se quiera preservar a los jóvenes de la inclemencia meteorológica, de los conductores imprudentes o la delincuencia, sino porque se aspira cada vez con más afán al prototipo de calle pacífica, bella y armoniosa. En Londres se ha establecido un toque de queda en el centro de la ciudad por la que no pueden transitar menores de 16 años solos a partir de las nueve de la noche. Scotland Yard quiere así luchar contra el gamberrismo y el abuso de alcohol y drogas adolescente. En Madrid se ha prohibido el botellón en las plazas y parques. ¿Hasta qué punto el joven opta por divertirse en centros comerciales o se ve abocado a ellos tanto por la tiranía comercial de estos recintos que arruinan a los pequeños comercios como por la de la propia política hiperproteccionista de los políticos?

Muchos centros comerciales, como por ejemplo los madrileños Heron City o Tres Aguas, están parcial o íntegramente al aire libre y reproducen avenidas y fachadas de edificios proporcionando al visitante la sensación de pasear por un escenario idílico y, sobre todo, real. Por otra parte, los ayuntamientos cada vez ponen más empeño en aumentar las zonas peatonales, construir fuentes y glorietas, plantar árboles y pintar de colores las fachadas de las casas del centro. Resulta que ahora no son los centros comerciales quienes intentan imitar la calle de siempre, sino es la calle auténtica la que procura parecerse al escenario hiperlimpio y supervigilado del mall.

Pero la calle idílica del centro comercial nunca será tan atractivamente imperfecta como la verdadera, y la avenida de adoquín y asfalto, por mucho que se peatonalice, ajardine y acicale no podrá superar las ventajas de un complejo de ocio hecho a medida. Y mientras la realidad y la ficción se copian en un infructuoso duelo de espejos, los ciudadanos paseamos por escenarios donde cada vez nos vemos menos reflejados.

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