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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Vorágine iraquí

Irak se encenaga por días. La tregua de tres meses entre las tropas estadounidenses y las milicias chiíes leales al ayatolá radical Múqtada al Sáder parece saltar en pedazos con combates generalizados en Bagdad y el sur del país. En Nayaf, ciudad santa y bastión del incendiario clérigo, EE UU aseguraba ayer haber dado muerte a 300 insurgentes. La renovada explosión de violencia, combatida también por soldados británicos e italianos, coincide con un nuevo llamamiento de Al Sáder, el segundo en menos de tres meses, a un levantamiento general contra las fuerzas de ocupación. Y una vez más se produce a pocos días de la prevista conferencia política, bajo auspicios de la ONU, que se supone decisiva para intentar aproximar a las facciones chiíes y suníes que comienzan a disputarse abiertamente el poder.

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Casi mes y medio después de la transferencia nominal de soberanía por parte de EE UU al Gobierno provisional, la situación iraquí tiende abiertamente a empeorar. Combates y atentados indiscriminados se suceden, cada vez con mayor número de víctimas. Se multiplican los secuestros, sabotajes y los actos genéricos de bandidaje y terrorismo por parte de multitud de grupos islamistas de diverso pelaje y afiliación, cada uno con sus objetivos propios. Un salto cualitativo se produjo la semana pasada con la cadena de atentados contra media docena de iglesias cristianas, claro intento por hacer blanco sobre una minoría que no cuenta en Irak con más de 800.000 creyentes.

En el horizonte se dibuja la posibilidad real de una guerra civil en el país árabe, con o sin la presencia de los 140.000 soldados estadounidenses. El perfil diplomático discreto que Washington está intentando mantener para alimentar la ilusión de que son los propios iraquíes quienes manejan sus asuntos básicos es simplemente una ficción en medio del caos. A medida que se acerca la fecha teórica de las previstas elecciones generales, enero de 2005, la pugna por hacerse con un trozo del pastel es más sangrienta y evidente en el antiguo feudo de Sadam Husein.

Al Sáder ha anunciado que no acudirá a la conferencia de Bagdad, que ya fue aplazada la semana pasada en medio de atentados masivos. Es más que dudoso que en un clima de guerra abierta en varios frentes puedan y quieran acudir a la capital un millar de notables para designar un embrión del futuro Parlamento que supervise hasta enero próximo al Gobierno de Iyad Alaui, primer ministro de verbo triunfalista pero incapaz, al menos hasta ahora, de imponer su legitimidad en el descoyuntado país.

Si la utilidad de la asamblea -una de las misiones clave de la ONU- ya estaba seriamente cuestionada por los intentos de Alaui para controlarla con sus aliados, a expensas de los nacionalistas suníes y los radicales chiíes que pudieran verse tentados a dejar la lucha para hacerse un hueco al sol del poder, el llamamiento de Al Sáder, confuso y letal como los anteriores, complica más las cosas. Y no por casualidad se ha producido a la vez que salía de Irak el indiscutido jefe chií, al ayatolá moderado Alí Sistani, para tratarse en Londres de una dolencia cardiaca.

En el contexto de una ocupación desastrosa, una de las muchas cosas que Bush y su Gobierno han calibrado mal desde el comienzo es la naturaleza e influencia del chiísmo, el mayor grupo religioso iraquí, con 15 millones de adeptos. Washington nunca ha comprendido este fenómeno complejo que trasciende fronteras y políticas nacionales. El fanático Al Sáder -hijo del más reverenciado líder chií de Irak, asesinado por Sadam en 1999- estaría entre barrotes en cualquier país democrático, pero en el Irak de hoy no sólo controla a un tentacular ejército bien armado y dispuesto a dejarse la vida por la causa, sino que concita el respeto de muchos que valoran su interpretación de la religión y la política. EE UU debe lidiar con estas realidades a la hora de decidir entre su acomodo o su exterminio.

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