En busca de la vesícula despedida
Ayer me hice un lío de soldadesca gringa y puse Lynch donde debí haber puesto Lynndie, pero me da igual. No es que me gusten las erratas, sino que arribo a cada final de artículo tan destrozada después de haber sostenido un pulso lingüístico con Word Correct que, prácticamente, ya todo me desinteresa. Por ejemplo, para alcanzar la presente línea de texto he tenido que abofetear al Sistema, hasta conseguir que dejara de poner versículo en el título donde yo había escrito vesícula.
Pero todo sea por la causa de lamentar que la vesícula de Rocío Jurado ha pasado al limbo de los órganos despedidos, tal como le ocurrió a mi propia rótula, diez años auparavant (este estúpido afrancesamiento mío me ha costado veinte minutos de brega conseguirlo: a Él le apetecía más que escribiera parabrisas). En mi opinión, la Vesícula constituye el Principio del Fin de los programas televisivos de cotilleos, después del Cenit que supuso para el gremio el Ocaso de Carmina Ordóñez. Es lo que ocurre, en periodismo, cuando pillas (pillas, estúpido corrector automático: de pillar; no pilas, de baterías; te odio) algo grande. Recuerden que, tras el directo de las Torres Gemelas, los telediarios de todas las emisoras se demoraban cada vez que se producía un accidente, por si se trataba de un atentado, del miedo que tenían a perdérselo y que le tocara al conductor del siguiente programa. Siglos de telediarios, con los bustos aguantando hasta que se sabía que la refinería había ardido por Sí Misma, y que ya podíamos proceder a emitir Se ha escrito un crimen. Y la información nunca volvió a ser lo que era, de ahí la retransmisión unánime y sin protestas de la caída de la estatua de Sadam Husein, dando por bueno que era el broche de la guerra, y sin informar acerca de lo que sucedía en el resto de Bagdad (he escrito broche, no ponche).
Rocío Jurado ha pasado al limbo de los órganos despedidos, tal como le ocurrió a mi propia rótula, 10 años auparavant
Sucede que ahora los programas de chismes han quedado enganchados al vicio de sacar divas muertas, y se niegan a creer que se puede vivir sin vesícula. Desde aquí quisiera brindar por las dos, por la vesícula rociera y por mi antigua rótula, y -habrán adivinado que estoy analizando las revistas del corazón- desearle lo mejor a María Teresa Campos, que dicen que sufre un herpes Zoster, y comunicarle que yo dispongo de un soroma Morel-Lavallé, y que tenga paciencia: estas dolencias con apellidos requieren distancia y serenidad, cualidades que adornan a la ilustre estirpe Koplowitz, las hijas de cuya Esther se han puesto de largo no en una fiesta ni en un concurso de bailes vieneses, sino en una Junta de Accionistas, como debe ser.
Sepan todos, pues, que separarse de una vesícula, que ella se vaya, no es como que te deje Carlos Larrañaga sin avisar y por una exclusiva, que luego tienes que arrojarle también la lectura por la ventana, y resulta que es Mis ocho años en la Moncloa, de Ana Botella. Lo dieron por la tele, mientras caía, con la dedicatoria de toda una página al viento. Desde aquí, de autora a autora, un consejo: que le fabriquen un próximo best seller de compilación, titulado Mis dedicatorias, y con un poco de suerte y también sin esfuerzo llegará a tiempo a la siguiente separación de Larrañaga.
Lo cual me conduce a la actual primera dama: no me digan que no es como Anjélica Huston -pedazo de señora elegante, con jota, Word Cabrón, con jota-, pero en soprano. Fíjense que, al admirarla a ella, no he podido dejar de pensar en lo fácil que le resulta vestir casual en verano, sin enseñar nada que el pueblo llano no deba contemplar y, al propio tiempo, sin dejar de lucir esos excelentes remos superiores que posee. Miembros largos, buena estatura. Eso es lo que hay que tener. Aparte de cerebro, naturalmente. Es de esperar que cunda el ejemplo y que las niñas de esta época, el día de mañana, no quieran ser princesas, sino sopranos.
O al menos, primeras damas (he escrito damas, no camas, mala bestia).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.