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Columna
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Emociones

La enésima polémica abierta entre los gobiernos español y británico sobre la soberanía de Gibraltar y el futuro de la roca -como consecuencia, esta vez, de las celebraciones llevadas a cabo en conmemoración de la toma del Peñón en 1704 por la flota anglo-holandesa- ha puesto sobre la mesa un cruce de acusaciones mutuas en las que la utilización de las emociones colectivas ha ocupado un lugar central. En una nota oficial, el Foreing Office ha manifestado su pesar por el "lenguaje emocional del gobierno y diputados españoles" en este asunto. Por su parte, al Ministro de Exteriores Moratinos le ha faltado tiempo para replicar que las emociones transmitidas son "las del pueblo español".

A uno le cuesta un poco pensar que "el pueblo español" haya sentido en estos días emoción alguna en torno a Gibraltar. Trato de imaginarme a un español cualquiera metido en su coche, en medio de un atasco camino de sus vacaciones, ilusionado con la perspectiva de pasar unas semanas sin ir al trabajo, emocionándose indignadamente junto al resto de su familia por las celebraciones que se llevan a cabo en una roca sobre la que ondea la bandera británica, pero, francamente, no lo consigo. Me temo, por el contrario, que la mayor parte de los españoles, o no se han enterado del asunto o, si lo han hecho, se debe al ruido emocional que algunos han provocado, si bien sospecho que, incluso estos últimos, se han olvidado rápidamente del asunto para volver a pensar en lo que realmente concita su interés en estos días: sus vacaciones.

Me resulta curioso asimismo observar cómo desde Gran Bretaña, se apela a la necesidad de controlar las emociones ya que, como es bien sabido, la opinión pública de ese país constituye un ejemplo de racionalidad a la hora de analizar y enjuiciar asuntos tales como la utilización del sistema métrico decimal, la adopción del euro, o la participación en la construcción europea, por no hablar de la incidencia de la prensa sensacionalista, o de la célebre autocontención y equilibrio emocional de los seguidores de los equipos deportivos de ese país.

Desgraciadamente, el mundo de las emociones, su estímulo en una u otra dirección, constituye hoy en día un arma poderosa con la cual se construyen imperios periodísticos, se ganan elecciones, se ganan adeptos para unas u otras creencias religiosas, o se reclutan jóvenes para matar en nombre de la Verdad, sea ésta la que sea. Está sobradamente estudiado que las emociones movilizan la vida y el comportamiento humano de manera sobresaliente, para bien o para mal. Para bien, el pensamiento puede utilizar las emociones como instrumento con el cual solventar problemas prácticos que resultan de la inserción de las personas en el medio social en el que viven. La tan recurrente apelación que hoy en día se hace a la inteligencia emocional implica que podemos sacar provecho de la movilización de nuestras emociones cuando es la razón la que guía lo esencial de nuestro comportamiento. La inteligencia emocional se nos presenta así como la posibilidad de desarrollar una habilidad complementaria de la razón, ayudándonos a resolver conflictos que son propios de nuestra relación con el entorno.

Pero, con demasiada frecuencia en los últimos tiempos, contemplamos cómo desde diversas instancias se alimentan las emociones de la gente para fines poco confesables, sin reparar para ello en medios, incluyendo la manipulación informativa o la simple difusión de mentiras -véase al respecto el valioso documental de Michael Moore Fahrenheit 9/11-. Como hemos vuelto a comprobar estos días a propósito de Gibraltar, el estímulo de las emociones -de uno u otro signo- nada tiene que ver con la inteligencia -en el sentido de contribuir a resolver problemas- sino que, en no pocas ocasiones, contribuye de forma notable a complicarlos. Y uno, que no quiere ser mal pensado, trata de rehuir la idea de que no pocos políticos sólo tienen una forma de perpetuarse en el poder: manteniendo viva la llama de aquellos problemas que puedan ser objeto de un adecuado tratamiento emocional.

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