La vice peligrosa
La vicepresidenta, María Teresa Fernández de la Vega, revoloteaba por la habitación, y su voz se me clavaba profundamente en las sienes, o algo así; tomen ustedes cualquiera de estas frases que habrán leído cientos de veces: al protagonista le duermen de un sopapo y se despierta en otro lugar.
-En los cajones de la cómoda tienes la ropa de cama, presidente -martilleaba María Teresa, con ese aire que tiene a veces de ex espía de la República Democrática Alemana-. Hemos limitado el personal de servicio al mínimo. Tendrás que apañártelas con las tareas domésticas. Con el poco tiempo que llevamos en el poder, no te será difícil. Las normas de la casa son sencillas: no se puede salir sin notificarlo, nadie puede entrar sin notificarlo y otra regla que se me ha olvidado. A veces, las cosas más sencillas se te olvidan. Qué lástima, con lo rigurosita que soy. En quince minutos, el desayuno.
Se despidió con un portazo. Tal vez no fue un portazo, pero la cabeza me retumbó profundamente. ¡Menudos puños tenía Pepe Bono! Traté de poner orden en la sucesión de acontecimientos:
1. Me iba de vacaciones.
2. No me iba de vacaciones.
3. Pepe Bono me dormía de un puñetazo.
4. Despertaba en una casa desconocida.
5. Todos estaban en el ajo menos yo, como en La semilla del diablo.
A ver si estos tíos me habían violado para garantizarse un sucesor. Se empieza con el carisma y se acaba en la idolatría malsana y contratando un lobby para conseguir medallas. Conclusión: ni idea. Raro, raro, raro, porque a mí me va bastante bien la improvisación, la lectura rápida del momento. En el análisis a largo plazo me defiendo, pero no destaco.
La habitación era sobria: una cama, un armario de dos cuerpos tipo Solbes, una lámpara, una cómoda, un ventilador (apagado), una ventana (cerrada). Al otro lado de la ventana se oían risas y alboroto. Moratinos, Caldera, Pepe Blanco, Trini, Chacón, Juan Fernando y algunos más jugaban a corre corre que te pillo. Pepe Bono no me había engañado. El plan era encerrarnos en una casa para hacer el gilipollaj integral un mes entero. Ahora bien, ¿para qué me necesitaban a mí? ¿Por qué no se reunían ellos solos? ¿En qué especie de secta nos habíamos convertido?
El desayuno. La vicepresidenta había hablado de diez minutos, y yo había dejado pasar algún tiempo más. Debía apresurarme para no producir profundas incomodidades innecesarias a mis compañeros. Salí de la habitación, y siguiendo las voces llegué a la cocina, donde me esperaba un amplio grupo ya sentado a la mesa. Corrijo. No todos estaban sentados. Al fondo, en pie, enmarcada en la puerta, la vicepresidenta, María Teresa Fernández de la Vega, vestida de charol negro de la capucha a los pies, hacía restallar contra el suelo un látigo de siete colas.
-La tercera regla se refería a la impuntualidad, presidente. Diez minutos, diez azotes.
A Jesús Caldera se le escapó una risita. Pepe Blanco saltó como un resorte de su silla e hincóse de rodillas a mis pies:
-Si quieres, jefe, los azotes los recibo yo en tu nombre. El concepto es el mismo.
Tal vez nos habíamos vuelto todos locos, tal vez ya habíamos comenzado a perder el sentido de la realidad, tal vez el liderazgo sea esto. La buena noticia era que Pasqual no estaba en el grupo.
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