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Columna
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La excepción deportiva

Deprime un poco, la verdad, enterarse de que uno de los rasgos característicos de los próximos juegos de Atenas va a ser el despliegue de un dispositivo antidopaje sin precedentes, "el más extenso y estricto de la Historia", que prevé controlar a los atletas no sólo los días de competición sino desde el instante mismo de la apertura de la villa olímpica, y no sólo dentro de ese recinto, sino en cualquier parte del mundo, incluso antes de su viaje a Grecia. Pensar que el Comité Olímpico Internacional tiene que dedicar tanta energía a combatir el fraude presente y el por venir: para los Juegos de 2008 en Pekín estará en su apogeo el sofisticado y aún indetectable dopaje genético que consiste, según tengo entendido (es un decir), en introducir un gen, por ejemplo EPO, directamente en un músculo. Contemplar, en definitiva, la cuesta abajo de mercantilización y desconfianza por la que lleva tiempo rodando el deporte; o por decirlo a más volumen, el barranco por el que se va despeñando, desnaturalizado, venal y sospechoso, eso que antes respetábamos precisamente por ser deporte: una mezcla de limpieza de cuerpo y de amor al arte gratuito de la superación; de rivalidad venial y de inteligencia del esfuerzo que hoy está desapareciendo hasta de las versiones deportivas más párvulas.

Hoy no quedan gratuidades ni amateurismos (palabra que deriva del amor), y nadie alega ya aquello de la mens sana porque la segunda parte de la máxima ejemplarizante se ha vuelto problemática: algunas crónicas de alta competición parecen más bien atestados y/o cursos de química avanzada. A mi juicio, lo que ha provocado esta situación lamentable es la "excepción deportiva (estaría bien que quienes atacan la excepción cultural se asomaran de vez en cuando por este patio), esto es, la consideración de que el deporte es un asunto aparte, un "otro mundo" al que no cabe aplicarle los criterios críticos o ideológicos ordinarios, las mismas leyes o principios que a los demás órdenes de la vida; sino que tiene que regirse por reglas propias y específicas. Y así, se hable de lo que se hable, el deporte o está exento o recibe un trato de favor o directamente se salta las normas.

Hablemos otra vez de drogas. En un país donde aún se abordan tímidamente, con la boca pequeña, asuntos tan serios como las narcosalas o el uso terapéutico del cannabis; el "positivo" en un control antidopaje de determinados deportistas siempre se pone en duda para empezar; siempre se considera asunto debatible, negacionable (cuando no negociable), defendible o recurrible desde las más altas esferas. O hablemos de productividad en un momento en que la moda libero-empresarial consiste en imponer a los trabajadores jornadas laborales más extensas por el mismo (o inferior) salario, bajo la amenaza de deslocalización. ¿Quién pide en el deporte que se ajuste el sueldo al rendimiento? ¿Quién cuestiona en serio la legitimidad de algunas retribuciones estratosféricas por no hacer prácticamente nada? Por qué se reciben sin ni siquiera un mínimo pataleo -aquí donde varios millones de personas cobran el salario mínimo interprofesional (470 euros) por un mes de trabajo real-, sin la menor resistencia indignada, "gracias" como la de ese jugador del Real Madrid que a punto de viajar a Japón declaraba el otro día: "Pagan tanto dinero que habrá que hacer algo". Se refería a los 15 millones de euros que el equipo iba a cobrar por dos partidos. Y en ese "algo" se resumen mayormente las expectativas y las exigencias de productividad aplicadas a ese deporte "ilocalizable".

Y hablemos de sexismo. Por qué si la vida política avanza decidida contra las violencias de género, se sigue consintiendo que el deporte no se dé por enterado. Que el ciclismo o el motociclismo o la Fórmula 1 (por citar sólo ejemplos de temporada o de moda) sigan celebrándose con la misma y degradante iconografía femenina de siempre: la chica adorno, sonriente y en short (o asimilados) como recompensa del héroe. ¿Por qué? O ¿para cuándo la permisividad cero?

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