Para que todo siga igual
Se ha dicho y repetido y hay que volverlo a decir: en la amplia y soleada institución de la novelística española, la incorporación de nuevos autores debería modificar, de alguna manera, el régimen de autocomplacencia literaria en que vivimos; sin embargo, simplemente se añaden a la lista de socios, sin que su ingreso suponga ninguna alteración del campo de maniobras. Esto produce la sensación de hallarnos ante un organismo paralizado por la dinámica que debería ponerla en marcha. Contribuye a este estado de cosas, me parece, la renuncia de los nuevos autores al riesgo y a la investigación de sus materiales, o dicho de otro modo, a aceptar, como dijo Bolaño en alguna ocasión, que la literatura es una máquina acorazada que no se preocupa de los escritores. Muy al contrario, lo que hemos dado en llamar novelística española es más bien una madre nutricia que acoge generosamente a sus nuevos vástagos, y de ellos se alimenta como si se tratara de los nutrientes necesarios para permanecer igual a sí misma. O sea, para que no pase nada, y así la realidad, la memoria y el conocimiento sigan siendo abstracciones, no el requerimiento de un sentido donde la palabra funda su secreto y nuestra desazón.
Sea como fuere, lo cierto es que la lectura continuada de nuevas novelas ofrece un panorama bastante inquietante. La primera alarma que suscitan es que son ejercicios banales, prescindibles; la segunda, que su persistente pobreza amenaza con invalidar la novela en los próximos años, si estos nuevos autores son los escritores del mañana; la tercera, que no habrá lectores que apelen a su autoridad, porque ya no habrá nuevas novelas que leer: habrá libros etiquetados bajo el género de ficción, no novelas. La cuarta -hay más, pero hay que terminar- es que todo esto importa poco; en el actual estado de monotonía y mimetismo, la profecía es tan irrelevante como la queja.
Aún puedo oler su cuerpo, de Daniel de Lima (Madrid, 1965), se articula a través de una voz desolada que, en el umbral de una muerte decidida voluntariamente, enhebra recuerdos y se recoge en su dolor, sin por ello concertar la historia de su abatimiento, que queda envuelta en nieblas líricas y reflexiones metafísicas. La voz surge de un cuerpo tumbado en la hierba; sabemos que ha robado un coche, que ha tomado Transilium, que espera "no volver a soñar, no volver a pensar, no volver a creer". Se trata de una aflicción que no remonta más allá de la exposición de algunas sensaciones y miedos, donde se adivina el fracaso de un amor que le ha llevado a despedirse de todo. Más que una novela, Aún puedo oler su cuerpo es el embrión de una narración, una sucesión de apuntes. Sorprende que su autor se haya conformado con tan poco. No hay duda de que ha elegido un tema difícil: la ebullición de una memoria en los instantes que preceden a su desaparición. Pero aquí el tema se hace pretexto para bordear la raíz y no tocar nunca su núcleo.
Títeres sin cabeza. César Rufino. Algaida. Sevilla, 2004. 282 páginas. 16 euros. Aún puedo oler su cuerpo. Daniel de Lima. March Editor. Barcelona, 2004. 105 páginas. 11 euros. De la sangre de un Dios. David Narganes. Editora Regional de Extremadura. Mérida, 2004. 185 páginas. 12 euros.
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