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Columna
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Bálsamo de Fierabrás

En viéndolas venir, con alguna alusión a don Quijote despedí mi anterior columna. Allí les dejé dicho que cuando el aparato del partido se emplea contra una disidencia interna, mejor echarse a temblar. Pues todas las buenas razones de los caballeros andantes poco valen desde el momento en que se avista en el camino, no ya gigantes, quimeras o utopías, sino a la Santa Hermandad, que de parte del Rey siempre dice que viene. Y así ha sido. En el fiero combate, Caballos contra Viera, celebrado en el congreso del PSOE de Sevilla, esos dos formidables adalides, hasta ayer bajo el mismo pabellón, hubieron de enfrentarse a la viva fuerza, empujado cada cual por sus ideas, o por sus demonios, o por la adversidad, quién sabe; y seguramente con alguna borrasca en sus corazones. Creo yo que Cide Hamete Benengueli, el apócrifo autor de la inmortal novela, de conocer tan ´sofrida´ aventura -a ratos psicodrama-, habría anotado al margen ser toda ella también apócrifa, inverosímil máquina de disparates, como hizo con el episodio de la Cueva de Montesinos, adonde nuestro señor don Quijote, por cierto, bajó para conocer las verdades más profundas de las cosas de encantamiento. O sea, del falso mundo en que vivimos. Un mundo en que a la hora de la verdad todos los yelmos de Mambrino tornan a su auténtica condición: bacías de barbero, en donde poner a remojar las barbas propias, como aquí aconteció cuando se vieron pelar las del buen vecino José Valle.

Mas no todo quedó en la liza de los caballeros, que al fin y a la postre, y en el secreto de las urnas, ganó el Delegado del Gobierno. Nada se ha de objetar a ello, so pena de objetar la democracia misma. Y aunque el mal está hecho y los problemas de fondo no resueltos -el PSOE de Sevilla sigue careciendo de la representación cualitativa que merece, por sus dividendos electorales, en los órganos federal y regional-, las urnas ya han hablado, y ahora es el turno de los sanadores. Es lo peor de todo el estado de postración moral, y el desasosiego, en que quedaron las respectivas huestes. Los unos por haberse cambiado tan bruscamente de mesnada, dejando atrás años de armonía y bienandanza. Los otros, por ver alejarse en un santiamén a tantos y tan buenos amigos.

Hora es por tanto, y por paradójico que resulte, de ir acopiando cuantas redomas queden por ahí del bálsamo de Fierabrás, aquel ungüento de a tres reales el azumbre con que don Quijote pensaba unirse el cuerpo cuando le fuera partido por la mitad, pues seguro estaba de que tal cosa ocurriría, y es como suele en las más enteras de la vida, que parecen seguir el destino ineluctable de romperse justo por el medio y en el momento más inoportuno.

Tiene, en fin, José Antonio Viera una buena y nueva ocasión de mostrar quién es. El hombre apaciguador que supo curar una otra herida muy mala, la del desastre de Aznalcóllar, juntando voluntades adversas y vertiendo los ungüentos maravillosos de la razón y la concordia en la ponzoña que devoraba la tierra. Esta tarea de agora es algo más difícil, desde luego, pues se refiere a esas endiabladas criaturas de la política. Y por eso habrá que darle un tiempo.

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