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Reportaje:DE LA NOCHE A LA MAÑANA

Gades se va por sus pasos a otra parte

¿Tu también, Gades?

Antonio Gades, que ahora restará inmóvil a causa de una muerte producida por una enfermedad muy insidiosa, se desplazaba a la manera de un barco velero al caminar, y uno nunca sabía si la firmeza alada de sus movimientos se debía al privilegio de un esqueleto de marca, al manejo de una pelvis de menos fama que la de Elvis Presley pero mucho más precisa o a la resuelta energía del triángulo perfecto que formaban los extremos de sus hombros con la temprana luz de un entrecejo limpio de toda mácula. Inolvidable como bailarín de riesgo (si Escudero puso el tiempo y Antonio los brazos, Gades danzaba como si sus extremidades pertenecieran a personas muy distintas), tampoco dejó de brillar como coreógrafo. Alguna vez lo vi por Altea, cuando quería olvidarse de sí mismo. Y siempre, aun no siendo exagerada su estatura, me pareció el palo mayor de una majestuosa embarcación solitaria.

Beatles forever

John Lennon, a quien Yoko Ono tenga en su gloria, gozaba de un talento musical para las canciones accesibles fuera de lo común, y si dijo que Aquí, allá y en todas partes era la mejor composición de Paul McCartney, es que tenía serias razones musicales para afirmarlo, más allá de las estrategias autodestructivas de The Beatles. En realidad, en el Album Blanco, especie de muestrario de los muchos palos que los de Liverpool podían tocar, sobresale la simplicidad y la eficacia de muchas de las canciones de McCartney, que si bien no tenía los fogonazos de talento de Lennon, era tan seguro como una delicada locomotora. Viendo otra vez el documental Let it Be, especie de testamento póstumo del grupo, se nota, aparte de otras alharacas pérfidas, que dos talentos de esa clase no podían permanecer juntos para siempre sin anularse uno a otro. Pero también hay que decir que McCartney era, tal vez, menos adolescente.

Aburrir en bloque

Se acabaron los ciclistas que iban por el monte solos. Pocas cosas más aburridas que esas etapas de montaña del Tour de Francia donde, desde la salida, el US Postal tira en bloque como locos resguardando a Lance Armstrong, quien, invariablemente y más fresquito que una rosa, da el hachazo final a falta de tres o cuatro kilómetros para la cima, dejando en el camino a un rosario de desahuciados aunque grandes corredores que o bien carecen de equipo o de fuerzas, cuando no de ambas cosas a la vez. A este paso, habrá menos sorpresas en una carrera de las grandes que en un encuentro de fútbol o en un partido de tenis, y da pena contemplar a tíos como castillos retorcerse en la bicicleta para terminar perdiendo veinte minutos en cinco mil metros. Porque ver a Armstrong, y su estrategia de desgaste, en acción es todo un espectáculo, cierto. Pero un espectáculo cada vez más previsible y aburrido.

Las vacas neuróticas

En cualquier chiringuito de playa veraniega pueden hacerte una gastritis en quince días de vacaciones a cuenta del menú único de ocho euros, pero eso es cosa de nada al lado de lo que asegura el cardiólogo de primera línea Valentín Fuster: "Uno siempre tiembla cuando se habla de prohibiciones, pero esto no puede seguir así, y los Gobiernos tienen que tomar decisiones, deben controlar más la alimentación". Al contrario que los cantamañanas dispuestos a bramar contra la medicalización de la conducta, hay que decir que rara vez sabemos qué demonios hay en lo que comemos, como también ignoramos la mayoría de efectos secundarios de un montón de medicamentos, y por lo mismo que los más desaconsejables o en desuso se colocan en el Tercer Mundo. A fin de cuentas ¿es siquiera legal que el consumidor desconozca todavía la fórmula exacta de la Coca-Cola?

La edad del corazón

Se ha repetido miles de veces, con ligeras variantes: quien no es de izquierdas en su juventud no tiene corazón, y quien sigue siéndolo a partir de los cuarenta, es imbécil. Que se sepa, la ideología nunca se ha confundido necesariamente con el decoro. Santiago Calatrava puede diseñar el mismo puente cientos de veces y venderlo cada vez como si fuera original; Irene Papas aspira a perpetuar su memoria de gran trágica de la escena participando en montajes dudosos a cien millones de euros la pieza a fin de que no se apague el fuego de la escena ni, de paso, la de su cuenta corriente; Manolo Valdés puede fotografiarse con Zaplana o la Barberá despistando a los conductores de rotondas con la reiteración de sus Meninas o de sus Damas de Elche. Todas esas ricas experiencias artísticas (circunstancia definitoria que sus autores no ignoran) tienen en común que el disparate corre sin alegría a cuenta de nuestros impuestos.

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