La mayor desgracia
PUES SÍ, ya que se empeñan: el señor Rajoy podría ser hoy presidente del Gobierno, pero... ocurrió una gran desgracia, la mayor de los últimos cincuenta años, dice Aznar, y Rajoy se quedó sin su acariciada presidencia. Parece que no lo lleva mal o, al menos, no tanto como para haber perdido su sentido del humor ni para encastillarse en un rechazo a ultranza de todo lo que del Gobierno proceda. Hace bien: sólo una actitud positiva, encarando el futuro, podrá sacar a la dirección actual del Partido Popular del laberinto de envenenadas pasiones en que lo tiene sumido la defensa de una política derrotada en buena hora por una mayoría de electores.
Porque el problema de las desgracias es que nunca vienen solas, y a las muchas acumuladas por la prepotencia y negligencia de un Gobierno que creía tener por delante un milenio se añadió, en los días inmediatamente posteriores al atentado de Madrid, una catastrófica administración de la crisis. No, en términos políticos no fue la mayor desgracia el atentado, difícilmente evitable; la desgracia, la auténtica desgracia, la que pudo ser perfectamente evitada, fue la gestión del tiempo hasta las elecciones.
El tiempo: Aznar creyó, como todo gobernante ensoberbecido, poder manejarlo a su antojo. Quedaban tres días para las elecciones y todo el mundo pensó: si no es ETA, adiós gobierno. Y el Gobierno pretendió que el tiempo pasara, una hora, dos, un día, dos, hasta la mañana del domingo. Pero el tiempo no siempre pasa, aunque los astros se muevan. Para terminar una famosa batalla, Josué ordenó al sol que se detuviera. Y "estaba quieto el sol y caminaba el tiempo", comenta san Agustín. En las horas siguientes al atentado ocurrió al revés: se detuvo el tiempo mientras el sol caminaba. Y pasaron los días, pero no caminaba el tiempo, que se hizo eterno. Ésa fue la gran desgracia para Aznar y su partido: que el tiempo, en lugar de distenderse, se contrajo, se volvió denso, como en los días de revolución.
No la hubo en Madrid, ni nadie dio la orden de asaltar ningún Palacio de Invierno. Pero la fuerza emocional de ese tiempo como suspendido descargó entera sobre la cabeza de quien pretendió manipularlo, controlarlo, jugar con él, obligarle a pasar sin dar ocasión a que soltara todo lo que llevaba dentro. Nadie dijo entonces al presidente que el tiempo no pasa siempre igual, que unas veces se estira y otras se contrae. En las tragedias, sin necesidad de que transcurra, el tiempo hace su obra, bastan unos segundos, unos minutos, para que la conmoción se transmute en determinación, sobre todo ahora, cuando los telefoninos han destrozado lo que aún quedaba de tiempo y de distancias.
Todos sabemos lo que pasó aquellos días. Pasó una profunda conmoción, porque fue por la mañana temprano, porque había tantos cadáveres, tantas gentes destrozadas; porque de pronto la ciudad fue otra: Madrid, sobrecogida, se transformó en minutos. El Gobierno pretendió manipular esa emoción, dilatando las informaciones disponibles, engañando al mundo entero, convocando una manifestación "Por la Constitución". A pesar de todo, la gente salió a la calle, un tremendo día de lluvia; pero no se dejó manipular, especialmente los jóvenes, que comenzaron a preguntar quién había sido. Y el Gobierno quiso contestar proyectando por televisión una maravillosa película que narra el asesinato de Fernando Buesa y su escolta. Una infamia, una más, en el vano intento de que pasara el tiempo, a ver si llegaba por fin el domingo y la gente dejaba de preguntar quién ha sido, quién ha sido.
Mentir a una sociedad conmocionada por el peor crimen de su reciente historia: ésa fue la gran culpa que impidió a Rajoy hacerse con la presidencia del Gobierno. No se puede engañar de esa manera a gente con la sensibilidad a flor de piel. Y quien lo intenta, bien merecido tiene el castigo, y lo mejor que puede hacer es guardar silencio, dejar de chulear con papeles secretos, retirarse, leer a san Agustín, o a Montaigne quizá: libros que aquietan las pasiones e iluminan el espíritu. Porque mucho le va a su partido en este envite. En el PP puede ocurrir lo mismo que le pasó al PSOE: un ex presidente, joven aún y que se cree maltratado, no se resigna a dejar de proyectar su sombra sobre el nuevo secretario general, que le debe el puesto. Si el nuevo no se sacude la pesada carga, malo. Los grandes partidos políticos no se dirigen a distancia; desde fuera, sólo se entorpece, se confunde, se alientan rencillas y facciones. Ésa, y no otra, es hoy la mayor desgracia del Partido Popular: tiene nombre propio y es de todos conocido.
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