Carlos Kleiber, excéntrico y genial
Con Carlos Kleiber (3 de julio de 1930-13 de julio de 2004) se extingue una especie entre los directores de orquesta y, por desgracia, como suele suceder, la más interesante, ésa que une arte y vida de una forma personal e intransferible. Son los excéntricos geniales, lo que fue también Celibidache, aquellos que se ponen el mundo por montera para hacer, lisa y llanamente, lo que les da la gana. Hasta se ha muerto sin avisar, en un rincón de Eslovenia, y le han enterrado en un cementerio que nadie visitará. Quiso ser invisible y lo ha conseguido definitivamente.
A veces su manera de ser se reducía a la anécdota y todo su genio se resumía en que era un director de orquesta que sólo se dejaba contratar cuando su cuenta corriente descendía peligrosamente. Y es verdad. Algunos sustituían la liquidez monetaria por los alimentos que guardaba su nevera y hacían un poco chusco a un personaje que, seguramente, hubiera sido carne de cañón para el doctor Freud. Y que también, no lo olvidemos, era, sin ninguna duda, el más grande de los directores de orquesta en activo. Los públicos de todo el mundo esperaban cada vuelta de Kleiber como el santo advenimiento y no había empresario que no estuviera dispuesto a abonar su estratosférico caché con tal de presumir de que él sí lo había conseguido. El misterio Carlos Kleiber empieza en su cuna, cuando se le ocurre nacer hijo de otro genio, el gran Erich, intransigente en lo humano y lo artístico, huido primero del Tercer Reich, saliendo espantado 20 años después de los dictados artísticos de la entonces llamada República Democrática Alemana. Su padre no quería que Carlos fuera director de orquesta y, de hecho, no empezará a estudiar música seriamente hasta los 20 años, cuando los Kleiber vivían en Argentina. Luego, Erich le obligó a estudiar Química en Zúrich, pero todo fue inútil, y a partir de 1958 empieza una carrera profesional primero ordenada -Düsseldorf, Zúrich, Múnich- y luego decididamente oscurecida por el mismo misterio que lo revelaba brillantísimo cada vez que volvía a un escenario.
¿Por qué se alejó Carlos Kleiber de las salas de conciertos y de los fosos de los teatros de ópera? ¿Se le aparecía el fantasma de su padre en el camerino para decirle que no acabara de creérselo, que todavía faltaba un punto para la perfección o que, peor aún, ésta no llegaría nunca? ¿Sufría de timidez creciente con el paso de los años? ¿Sabía que era imposible alcanzar ese ideal que, antes que él, buscaron Furtwängler o Celibidache con recursos distintos? Cualquiera que sea la respuesta, algo estaba claro: el culto a la personalidad no iba con él. El director de orquesta más admirado del mundo no concedía entrevistas, nadie que no fuera un aficionado de verdad citaba jamás su nombre entre esos maestros que todo el mundo conoce. Nadie sabía qué hacía, dónde estaba, hasta que, de vez en cuando, algún milagro le devolvía a eso que él despreciaba y que se llama actualidad o mercado. El último, una Sexta sinfonía de Beethoven, grabada en Múnich con una casete doméstica. Como a veces la técnica se apiada del ser humano, el sonido era suficiente para que el oyente advirtiera que, en esa versión vertiginosa, tan excéntrico y tan genial como el cerebro que movía la batuta estaba resumida toda una actitud ante el arte y la vida. Esa que yace desde el sábado pasado en el cementerio de Konjsica.
Con Carlos Kleiber desaparece el último mito de la música clásica. No queda nadie como él y los rostros en los que se fija hoy el mercado son demasiado jóvenes, demasiado inexpertos, hasta, incluso, demasiado bellos. En la mirada de Carlos Kleiber había eso que buscamos en el ser humano tocado por la rara gracia de los dioses, por el genio que no se confunde: un mundo. El suyo era complejo y hondo. Quizá, por eso, mejor morirse.-
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