La compasión como política
Hay un relato de Ben Hecht, el dramaturgo americano más conocido entre nosotros como guionista de algunas películas de Hitchcock (Recuerda o Encadenados), que se me ha quedado en la memoria a pesar del tiempo transcurrido desde que tropecé con él. El relato cuenta la aparición, en una comunidad imaginaria, de un inventor que ha descubierto una máquina de soñar, gracias a la cual cada uno puede producir durante la noche los sueños que más le agraden.
Como en toda comunidad, hay en ésta personajes de todos los tipos, edades y oficios (y naturalmente de ambos sexos), y los sueños que cada uno comienza pidiendo a la máquina son tan variados como corresponde a esta diversidad de condiciones.
Así es como se explica la subasta de promesas para pensionistas y jubilados de que somos testigos en las elecciones
Los adolescentes piden invariablemente sueños eróticos; los políticos, historias en las que se escenifica su ascenso al poder; los comerciantes y empresarios, operaciones de éxito que les llenan los bolsillos de dinero. Sin embargo, con el paso del tiempo se produce una curiosa evolución. Los adolescentes terminan aburriéndose de sus pasiones imaginarias, abocadas al mismo y previsible final; los políticos descubren la insatisfacción que es consustancial con la experiencia del poder que, como el agua en el suplicio de Tántalo, se aleja cada vez que están a punto de tocarlo, dejándoles entre las manos apenas unas briznas del Poder con mayúsculas, del Poder absoluto, objeto de sus anhelos; y los comerciantes y empresarios se dan cuenta, con la amargura consiguiente, de que la respetabilidad y el prestigio social que ellos imaginaban como una recompensa aneja al dinero siguen mostrándoseles tan esquivos como siempre.
El caso es que, unos por unos caminos y otros por otros, todos acaban reconduciendo sus peticiones a la máquina en una misma dirección: todos quieren ser filántropos y derramar bienes a manos llenas entre sus semejantes.
Los resultados de la experiencia son a la vez conmovedores y desalentadores. Los miembros de la comunidad, transformados por la experiencia nocturna, abandonan sus deberes y actividades cotidianas para dedicarse a la filantropía, con lo que todos terminan sumidos en la pobreza. Y aún entonces, lo soñado durante la noche les produce tal satisfacción que continúan, con una beatífica sonrisa en sus rostros, entregándose unos a otros imaginarios presentes.
No recuerdo cómo termina el relato (probablemente con la expulsión del maligno inventor), pero sí tengo muy presentes las razones que me lo han traído a la memoria últimamente.
Resulta que, con la expulsión de otros sueños y proyectos al desván de la Historia (pongamos el socialismo y el comunismo en el caso de la izquierda; o el nacionalismo y el imperialismo en el caso de la derecha), los políticos, esos especímenes que han sobrevivido al fin de las ideologías, han acabado por descubrir que no tienen mejor arma para competir en la arena política que la compasión.
Y así es como se explica la subasta de promesas para pensionistas y jubilados de que somos testigos en las elecciones o que personajes con biografías tan distintas como George W. Bush o Javier Solana, por poner dos ejemplos bien conocidos, se vean a sí mismos básicamente como políticos compasivos.
Clemente o cruel
El caso es que la vieja disputa que mencionaba Maquiavelo, de si conviene mejor al gobernante ser clemente o cruel, se ha decantado en las democracias contemporáneas por la primera opción, como no podía ser menos. A diferencia de lo que ocurría en la mayoría de los Estados de ese mosaico político que era la Italia de comienzos del siglo XVI, las democracias estables de hoy dependen de los humores de un electorado consciente de sus poderes (y de sus limitaciones), al que, como han experimentado en sus propias carnes Aznar y el PP, es imprudente tratar de modo altanero (es decir, poco compasivo).
Además, puesto que en nuestras sociedades secularizadas ha desaparecido esa división del trabajo que existía en tiempos del sabio florentino y que encargaba a la Iglesia la administración de la compasión, es poco probable que ningún gobernante pueda quitarse esa carga de encima en el futuro, pese a los intentos que el presidente americano ha protagonizado en esa dirección.
El problema para la ciudadanía es cómo distinguir entre las ofertas de los compasivos de la derecha y los compasivos de la izquierda. Hay que escarbar en los programas fiscales y económicos de los partidos para conseguir encontrar (y no siempre) la verdadera clave que diferencia las ofertas de unos y de otros: a saber, quién va a pagar por la compasión.
Así que hay que agradecer a los neoconservadores del tipo Bush, y a sus epígonos en España, que hayan reintroducido (a través de las cuestiones sobre la moral personal o el papel de la religión, o esas tan decisivas de la paz o la guerra) algunas dosis de ideología en el debate político. Sin ellos los electores no lo tendríamos nada fácil.
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