Como un chico con zapatos nuevos
Esta semana le han hecho presidente del Patronato del Museo del Prado, y cuando le felicitaron explicó: "Estoy como un chico con zapatos nuevos". El asturiano Rodrigo Uría, de 63 años, es "el representante del humorismo británico en España", según su paisano Juan Cueto, y es el hijo abogado de uno de los grandes abogados que ha tenido este país, cuya sombra sobre su heredero es tanto la de la profesión como la del nombre propio. Ser Rodrigo Uría marca mucho. Su padre, que murió hace unos meses a los 93, era un liberal que se crió en el franquismo de Burgos con los Laín y los Ridruejo, y de esa relación, de la que muchos salieron antifranquistas, surgió también una pasión intelectual que derivó en el arte.
Su madre (Blanca, 96 años, y muy vital) es pintora. Y por la vía de su padre, Uría conoció a la legendaria galerista Juana Mordó, a la gente del grupo El Paso, a Zubiri, a Aranguren; se hizo amigo de Fernando Vijande, el galerista De Vandrés, y trabó conocimiento y amistad con artistas como Darío Villalba, Guillermo Pérez Villalta y sobre todo Eduardo Úrculo, ya fallecido, su gran amigo; el otro día, en Oviedo, Uría recibió la noticia de que un amigo de la infancia común se hallaba enfermo. Bastaba ver su rostro para ver qué reconcentrado e íntimo sentimiento tiene de lo que es para él la amistad.
Los que le conocen desde hace tiempo coinciden en que no debió ser un estudiante extraordinario, y aunque ahora es el abogado brillante que dirige un despacho de cuatrocientos abogados y ha resuelto pleitos que han sido famosos -el más importante, el que resolvió el contencioso para que la Thyssen fuera un museo español-, también parece que debió haber sido bastante gamberro. Resolvió esa relación cachonda con la realidad yéndose a Estados Unidos cuando tenía 30 años; allí conoció de cerca lo que eran los grandes despachos y se vino a España para poner en práctica lo que entendió que debiera ser su propio nombre propio. En ese despacho, el hijo abriría las puertas a los egresados de la escuela administrativista de su padre y disfrutaría de una paradoja: "La pasión cotidiana de ganar y perder".
Es patrono del Prado desde 1988, y a este cargo de presidente que ahora le hace sentir "como un chico con zapatos nuevos" accede después de algunos triunfos legales que le pusieron en el centro de la negociación a favor del arte español. Por esas gestiones -que volviera a España el ilegalmente exportado retrato de la marquesa de Santa Cruz, de Goya, que se quedara entre nosotros la Thyssen- no cobró nada, porque, según él, lo que se le puede cobrar al Estado -y en ambos casos el cliente era el Estado- es tan simbólico que deja mejor sabor no cobrar absolutamente nada.
Cuando empezó a negociar con los Thyssen tuvo que ir a Lugano, Suiza, y su visita coincidió con una fiesta muy sofisticada de los barones. Una mujer de alta alcurnia, aturdida por el relato de las múltiples conexiones que tuvo que hacer Uría hasta llegar a ese exclusivo lugar, le preguntó: "Ah, ¿pero usted vuela en líneas comerciales?". Con ocasión de un premio mundial de la abogacía, el Chambers, que se da en un lugar rimbombante de Londres y que él recibió en 1992 con otros cinco juristas muy eminentes, oyó el siguiente encargo de la organización: "Haga usted un discurso cachondo, anime esto". Y entonces él hizo su famoso discurso de gratitudes: a sus compañeros de despacho, a su familia y sobre todo a su segunda mujer (Marina Prado)... "la alegría de mi vida, la mejor compañera sexual que nadie pueda imaginar". A Marina (una joven de belleza excepcional) la conoció como aspirante a entrar en su despacho; le aconsejó que hiciera un master; al cabo de un tiempo ella le quiso comunicar que ya lo iba a hacer, esa noche cenaron, y luego siguió siendo esa compañera de la que habló en aquella ocasión tan solemne.
"Como un chico con zapatos nuevos". Después de decir eso le preguntamos cómo fueron sus primeros zapatos. Lo recuerda perfectamente. Quiso que fueran de cordones, como los de su padre. Su madre los buscó y al fin halló los adecuados en una zapatería de la calle del Conde de Peñalver, en Madrid. ¿Y ahora sigue usando zapatos con cordones, como su padre? "No, qué va, ya no tengo tiempo de atármelos".
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