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Columna
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Sangre en Internet

Hay algo especialmente perverso (la maldad se presupone) en la costumbre que han tomado algunas milicias iraquíes de ejecutar a sus rehenes ante una cámara. Si la ejecución en las penitenciarías nos revuelve las entrañas, el asesinato público lo hace aún en mayor medida. Claro que los fundamentalistas consagrados a este macabro deporte saben de los efectos que desencadena su particular dominio de las artes escénicas: la opinión pública de los países libres es vulnerable y su capacidad de presionar sobre los gobiernos democráticos priva a éstos de la autonomía con que cuenta todo dictador. El asesinato público, en su dramatismo, tiene un efecto multiplicador, en lo social y en lo político, que los ejecutores saben muy bien utilizar.

La intrínseca ilegitimidad de la guerra emprendida por Estados Unidos en Irak refuerza la eficacia de esa atroz ceremonia que practican algunos resistentes. También es propio de los países libres que la opinión pública pulse diariamente el acierto o desacierto de la actuación de sus gobiernos y por ello, ante guerras que no se entienden y que se revelan de inmediato impopulares, la capacidad de asumir la muerte de nacionales es aún más frágil y precaria. De modo que los países libres, vulnerables a la muerte dramatizada, lo son aún más cuando esa muerte arranca de una guerra absurda, que nadie entiende ni nadie logra justificar.

La verdad es que he escrito varias veces la expresión "países libres" pero quizás sea inexacta. De hecho, algunos de los ciudadanos asesinados ante una cámara no pertenecían a Estados caracterizados por sus modos democráticos. Quizás haya que sustituir la expresión por otra más inconcreta: "países abiertos". Serían aquellos donde, haya o no tradición democrática, sí existe, sin embargo, la suficiente apertura como para valorar la vida humana en términos absolutos y no condicionada por una ideología o religión.

Son las sociedades que experimentan la globalización (más o menos prósperas, más o menos ricas, pero que en cualquier caso se benefician de la oxigenación mental y cultural que suponen las corrientes migratorias) aquellas especialmente vulnerables al asesinato mediático. En estas sociedades, con la bendición o no de sus regímenes políticos, la opinión pública adquiere cierto peso, la gente empieza a pensar por sí misma, surge una marea creciente de movimientos civiles y medios de comunicación. Son esas sociedades las menos preparadas para soportar el sacrificio inútil de ciudadanos, y menos aún para soportar su horrible difusión en los medios o en la red.

Las milicias islámicas que asesinan ante las cámaras van ahondando un abismo entre Occidente y el mundo musulmán, pero posiblemente también entre el mundo musulmán y otras sociedades (Latinoamérica, buena parte de Asia) sumidas ya en la globalización, sociedades que, con mejor o peor fortuna, experimentan el tránsito de ideas, productos y personas. El fundamentalismo ahonda esa barrera hasta convertirla en algo físico: son muchos los países musulmanes donde un norteamericano ya no pondría el pie sin jugarse literalmente la vida; son muchos los que ya se han convertido en peligrosos para cualquier europeo, pero en algunos la presencia de cualquier extranjero resulta una provocación. Buena parte del mundo musulmán corre el peligro de quedar al margen de la globalización, de enquistarse en sociedades uniformes, sin alteración de las ideas, sin presencia de extraños, sin la llegada de capitales o de nuevas influencias.

No se trata de ignorar la tremenda responsabilidad de los Estados Unidos o de Israel en esta dolorosa cuestión, pero lo cierto es que la apuesta por el integrismo corre el peligro de sumir al mundo islámico en una especie de nueva Edad Media, al margen de las corrientes comerciales (y las corrientes de pensamiento) que seguirán surcando el mundo en otras direcciones. Al final, la Hégira de Mahoma, que establece el cómputo árabe del tiempo (mediante un año lunar, pero que arranca 622 años después de la era cristiana) puede convertirse en la amarga metáfora de un marasmo económico e intelectual mucho más serio: seis siglos de verdadero retraso.

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