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Algo más que pactos entre partidos

Suelo comenzar mis explicaciones sobre nuestra historia política y constitucional interpretándola como historia de vaivenes y bandazos. Casi siempre queriendo partir de cero y, en la mayoría de los casos, renegando del inmediato pasado o usándolo como arma arrojadiza en la lucha política. Así ha sido desde los comienzos del siglo XIX hasta nuestros días. Una constante que, junto a otras que ahora no vienen al caso y entre las que se encuentra, indudablemente, la carencia de una educación política o de una conciencia cívica suplida siempre ora por el absurdo triunfalismo (¡cuantas lecciones hemos dado "al mundo" o por el realista llanto ante "los males de la patria!"), ha impedido un consenso básico histórico, generacionalmente respetado y desde el que avanzar con paso modesto y firme a la vez. Somos lo que somos, ahí en la zona media de las naciones, nacidos y formados como ellos. Nada más y nada menos.

Cuando, en los momentos actuales, sale a la palestra, sin duda con acierto, la idea de que los dos grandes partidos se lancen a pactar una serie de temas que se estiman fundamentales cuestiones de Estado, me atrevo a sugerir, desde mi habitual pesimismo político, que la empresa debe ir un poco o un mucho más allá. Los modernos estudios de la ciencia política hace algún tiempo que andan dando vueltas a este problema. Sencillamente porque los vaivenes no son buenos, las mayorías parlamentarias cambian en cualquier momento y, va de suyo, porque en democracia casi todo es discutible. Ciencia basada en lo discutible, en lo opinable: "doxa", en expresión clásica. Por eso, para que los cambios no alteren de pronto y a juicio de los partidos la entera vida del país, se habla de "decisiones de largo alcance", aquellas que superan la vida misma de una generación. Lo que no debe tocarse según el maestrillo de turno. Y, precisamente por ello, se estima necesaria la llamada "codecisión". Algo que tiene como previo y que pasa por la consulta a los sectores de la sociedad implicados por la decisión política. O de otra forma visto, la mayor participación de las vías directas, sin tamices, por lo demás, algo claramente reconocido en nuestra actual Constitución, pero muy cicateramente regulado a lo largo de la misma. Pecado grave que ha originado en estos últimos años algo tan impropio de una democracia parlamentaria como es el intento de legitimación política de la calle. Y es que la calle, la pancarta, expresa, manifiesta o denuncia, pero no legitima por no ir acompañada de algo tan esencial en democracia como es la posterior e inmediata responsabilidad política.

Y puestos a condensar los puntos o temas cruciales en los que haría falta esta vía de codecisión, los ceñiría así:

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a) La estructuración de una vez por todas de la clase de Estado que tenemos. No es posible que, a estas alturas, cada mañana, ante el espejo, nos sigamos preguntando, nada más y nada menos, qué clase de Estado somos: ¿autonómico?, ¿regional?, ¿cuasi-federal?, ¿federal-simétrico?, ¿federal asimétrico?, ¿plurinacional?, ¿nación de naciones?, ¿nación de nacionalidades? De todo esto parece que somos un poco, al margen, por supuesto, de la ya ambigua definición constitucional. Es imposible que un país, nada menos que a comienzos del siglo XXI y, por lo demás, de los primeros europeos que realizó su unidad nacional, siga padeciendo la palpable invertebración que este problema manifiesta. Con "lo diferencial" como argumento propio de sociedades tribales.

b) La política exterior. Tampoco en este tema de vital importancia las cosas han estado claras. Hemos presumido hasta la saciedad de la condición de "madre patria" para luego caer en la ridícula afirmación de "arrepentimiento" llamando "encuentro" a lo que hicimos en América. Más tarde, mientras despreciábamos a las "nefastas democracias", resulta que éramos hermanos naturales de los países árabes, olvidando el pobre balance de nuestro protectorado en Marruecos. Luego, repentino afán europeísta cuando todos nos miraban por encima. De pronto, hace bien poco, grandes esfuerzos y sacrificios por alianzas con el mundo anglosajón, especialmente con Estados Unidos. Y ahora, nuevo vaivén, "volviendo a Europa". Y siempre con una "lección que dar al mundo". Lección que nadie necesitaba, claro está, y que, para colmo de males, nosotros mismos no habíamos aprendido del todo. ¿Dónde y con quién estamos? ¿Quiénes son de verdad nuestros aliados? Ni el vecino y tantas veces minusvalorado Portugal tiene pendientes estas preguntas.

c) El Ejército. Unas veces enaltecido en exceso y otras acusado de todos los males habidos y por haber. Llorado tras sus tropiezos en África. Políticamente implicado en misiones que no son las suyas. Olvidado en años de pobreza y sacrificio. Falto de modernización durante decenios. Herido en el trato por el mismísimo Azaña, que nunca entendió que el Ejército era también el Ejército de España. De las largas "milis" al parecer llenas de penas a las ridículas ofertas electorales que casi llegaban a la mili por correspondencia. De obligado y hasta loable servicio a la patria, siempre reconocido por nuestras Constituciones, a, de súbito y en pocas semanas (Francia tardó muchos años en hacerlo), la estampa actual de la abolición de tal servicio. De aparente éxito a actual cúmulo de nacionalidades para paliar el paro y "ganar algo". De "todo por la Patria" a no saber, en cada momento, a qué y para qué servía. Cuando constitucionalmente está muy clarito. De verdad, tengo envidia de aquellos países que se sienten orgullosos de sus Fuerzas Armadas, las respetan y hasta las aprecian.

d) La educación. Hagan ustedes mismos la prueba. Personalmente se lo recomiendo a mis alumnos. Salgan a la calle y pregunten discrecionalmente qué plan de estudios es o ha sido cada paseante. El resultado no puede ser más aberrante. Los hay todavía de los siete años de bachillerato, de seis años y reválida, de bachillerato elemental y bachillerato superior, con dos reválidas, de seis años y Preu, de dos clases de planes y COU, de todo eso con o sin selectividad, de Ley General de Educación, de LAU, de LRU, de LOU, de este plan de estudios de cinco o seis anteriores, de ESO, de LOGSE, etc, etc. Aberrante. Sencillamente de vergüenza en algo que debiera ser estable, bien pensado, consultado. ¿Cuántos años hace que no hay en nuestro país un Congreso de Universidades? Ni me acuerdo. Pero con personas que, tras obtener el doctorado, han dedicado sus vidas a la enseñanza y a la investigación. Sencillamente, y aquí mucho más que en otros aspectos, cada maestrillo ha hecho su librillo. La demagogia y el localismo han sustituido a la calidad y a la meritocracia. Pero, en fin, de este tema nos hemos ocupado en otras ocasiones y es algo que únicamente produce llanto y desilusión. Como lo ponen de manifiesto recientes cartas de profesores en este mismo diario.

d) Y, por cerrar el breve catálogo, la sanidad pública. El tema colea desde años. Y parece uno de los problemas que, a pesar de no tener fácil solución, requiere un planteamiento rápido, a juzgar por las muchas quejas y demandas que la sociedad manifiesta continuamente. El actual Estado asistencial asumió este menester, frente a la rabiosa insolidaridad que otras formas fuertemente capitalistas, como la mismísima norteamericana, muestran ante él. Y si no fuera así, quitémoslo del elenco de derechos que nuestra Constitución proclama. Por supuesto que no hay que oír únicamente a los pacientes, sino a todos los implicados. Pero que es algo que debe hacerse para que perdure y para que sea eficaz. Algo inseparable del Estado que se llama social.

Casi no habría que aclarar que a este breve catálogo podrían añadirse algunos temas más. Muy posiblemente la política hidráulica o la de medio ambiente. La energética o la de la investigación. Pero entiendo que sería pedir demasiado para llevar a cabo el supuesto de la codecisión. Me daría por muy satisfecho si los poderes públicos abordaran con absoluta seriedad y nunca como reclamos electorales los brevemente señalados. Si así fuera, es muy probable que nuestra democracia se iría haciendo "más tranquila", por ser menores las escisiones o cleavages vigentes en el diario debate o en los cambios de gobiernos. Incluso puede que más aburrida. Mejor. Así es como se consolidan las democracias. Quizá hablando únicamente de lo que distingue a una sociedad que hace tiempo decidió oscilar entre centro-derecha y centro-izquierda. Ya va siendo hora de ese consenso básico sobre cuestiones de Estado. Y que ahí queden, hasta que triunfen mayoritariamente en las urnas quienes, por el contrario, lo primero que parecen cuestionar es la mismísima existencia de éste. Como si hubiéramos nacido ayer. Y España, en vez de común patria heredada, pudiera ser caprichoso invento de unos o de otros.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.

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