Cuando nadie les ve
El Museo Thyssen-Bornemisza prolonga su horario hasta las 23.00, pero a esas horas hay más empleados que visitantes
Tres mujeres, cada una con un vestido de color brillante a juego con sus zapatos, contemplan embelesadas uno de los cuadros que el pintor madrileño Ricardo Macarrón, recientemente fallecido, realizó con motivo de la inauguración del Museo Thyssen- Bornemisza, en 1992. Esta pinacoteca fue abierta entonces con más de 70 cuadros procedentes de la importante colección del Barón Heinrich Thyssen-Bornemisza, casado con la española Carmen Cervera.
"¡Qué guapo!", comenta una. "¡Y qué delgado!", añade otra. Son halagos que no consiguen ruborizar a su destinatario, un retrato del Rey. Son las 21.30, pero a ellas no les importa. Deben de ser de las pocas que saben que el museo, desde el pasado 1 de julio, ha prolongado su horario y cierra a las once de la noche. Lo saben porque acaban de pagar cuatro euros, y lo son porque apenas suma una veintena el número de visitantes que hay en el interior.
Las paredes del museo son de colores cálidos. Y el silencio es tan perfecto que el simple rumor de un susurro o el sonido de unos pasos se escuchan desde cualquier parte. "En estos momentos hay más vigilantes que vigilados", asegura un guarda de seguridad, uno de los 24 empleados que trabajan en el recién estrenado turno de noche. Contándole a él, son cinco vigilantes, 15 auxiliares -éstos no llevan pistola-, dos taquilleras, dos dependientas y un "alfa", que coordina a todos los mencionados. "Las noches aquí son muy tranquilas", comenta. Hace una pausa, mira a uno y otro lado y susurra: "Pero en ocasiones hay personas que no guardan la compostura". Cuenta cómo una mujer, que iba acompañada por su marido, se quitó los zapatos y caminó descalza durante largo rato, haciendo caso omiso a sus continuas reprimendas. "Le pedí más de mil veces que se los pusiera, pero sólo conseguí cabrear a su marido", recuerda.
Las personas que visitan el museo por la noche, según uno de los auxiliares, suelen ser grupos de mujeres mayores -como el que piropeaba al Rey- y alguna que otra pareja más joven. "Aquí viene gente de lo más pintoresca", añade. Se refiere al estereotipo de visitante "estirado, que se planta delante de una obra" y la examina tan de cerca, que su nariz casi puede rozar el lienzo. "Hubo uno que se quedó 20 minutos en la misma posición", afirma.
A esas horas, "vigilar no se vigila demasiado", reconoce el mismo auxiliar, "pero lo que es responder a preguntas, muchas". De las más de 200 obras expuestas, las más solicitadas son las de Van Gogh, Gaughin y Rembrandt, pero la pregunta más formulada es: "¿Qué es eso?". La respuesta siempre es la misma: "Un sismógrafo".
Como toda visita, la tienda es el final del trayecto. "Se venden muchas postales y carteles", explica una dependienta, "pero de lo que más vendemos es El Código Da Vinci".
Tras la ampliación del museo, que los Reyes inauguraron el pasado 10 de junio, éste ha sido visitado por 52.791 personas, cifra muy superior a la del mismo mes de 2003, en que el número de visitantes fue de 26.516.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.