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FUERA DE CASA
Columna
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Residencia en tierra

Al poeta le gustaba estar fuera de casa. Pasear por los mercados de Madrid, comprar guindillas, apios y trozos de queso manchego untados en aceite levantino. Detenerse durante horas con sus amigos en la Cervecería de Correos, que ya no hay quien la reconozca. Hacer una parada en Casa Manolo de la calle Jovellanos, beber vino, comer croquetas, algo que hoy felizmente podemos seguir haciendo mezclados con parlamentarios, periodistas y tabernarios en general. Seguir su ruta noctámbula hasta su casa de Argüelles, la Casa de las Flores, esa casa que supo unir su carácter popular con una cierta vanguardia arquitectónica, diseñada por Segundino Zuazo. Su abierta casa madrileña, dañada por la guerra, recuperada y salvada de la especulación. Allí, Pablo Neruda, en compañía de sus amigos Miguel Hernández, Alberti, Lorca, Alberto Sánchez, Pepe Caballero, Bergamín o González Tuñón, hacían poemas, inventaban revistas, se disfrazaban y bebían vino de Valdepeñas. Madrid era una fiesta. Además estaban las mujeres; su mujer, Maruca; su amante, Delia del Carril, y otras tan atrevidas, como Maruja Mallo, ex novia de Alberti, curiosa pintora de nuestro surrealismo verbenero. Atrevida, excéntrica, provocadora hasta el final de sus días. Todavía la recordamos en el Café Gijón pintada y osada, aunque ya no cumpliera los 80 años. Así la retrata el camarero escritor, Pepe Bárcena, que acaba de publicar un libro sobre los bohemios del Café. Maruja, que ganó un concurso de blasfemias, iba vestida con un abrigo de nutria y nada más. Sin ropas interiores. Sin corsés. Sin falsos pudores.

Bohemias de una ciudad que ya no existe. Un tiempo ahora recobrado en el recuerdo a Neruda centenario y ex residente madrileño. Madrid de los cafés y las tabernas. De los años de esplendor de la Residencia de Estudiantes, refugio estoico de tantos buenos bebedores y vividores de la ciudad que fabricaba su cosmopolitismo con los materiales de un casticismo que ya no está ni se le espera. Ahora, en la Residencia de Estudiantes, lugar del regeneracionismo, el surrealismo y otros istmos, ya se puede beber alcohol. En sus fiestas de despedida de curso, desde hace años, se regalan el whisky y el jamón. Tiempos de esponsorización de la cultura. Y eso nada tiene que ver con que sea la residencia provisional de la ministra del ramo, Carmen Calvo. Lugar donde los políticos del posfelipismo se hacen las fotos en compañía de Chavela Vargas, otra residente; del nerudiano Gonzalo Rojas, o del más lozano de sus supervivientes, Pepín Bello. Hay que reconocer una vez más la habilidad de José García Velasco, de Alicia Gómez Navarro, que llevan varios años al frente de este peculiar espacio civil de nuestra historia, y que han sabido bailar con casi todos sin dejar que ninguno haya conquistado la plaza. La fiesta continúa, la Residencia sigue conviviendo con sus fantasmas del pasado y del presente. Que nos dure así que pasen cien años.

Vagabundear por una ciudad donde ya no vive el poeta bohemio Carlos Oroza, se debió perder por su Galicia, quizá todavía esté cambiando por algún café una de sus serias sonrisas. Espíritu de poeta perezoso, reivindicador de la pereza, autor de una máxima para defendernos de los agobios: "La ociosidad es el estado perfecto para los grandes acontecimientos". El ocio como arma cargada contra el negocio.

Ocioso, culto, bebedor y gourmet a su estilo de manchego afrancesado era el escritor que nos enseñó a ver el cine, Ángel Fernández Santos. Otro que se nos fuga, que nos deja más solos ante el peligro de cretinización cinéfila. Tenía Ángel grandeza y cercanía, como uno de esos maduros de Ford que nos estuvieran narrando en algún western quién fue el hombre que mató a Liberty Valance. Le vamos a echar de menos, para beber cervezas, fumar, hablar y ver cine. Siempre nos quedará su voz de trueno castellano, sus miles de páginas y su espíritu de la colmena. El otro día, en un tanatorio madrileño, conseguimos recordarlo entre algunas risas y algunas copas. Nosotros, sus amigos, como el poeta también confesamos que hemos bebido.

Madrid, hacia mil novecientos cincuenta, cafés con bohemios, chicas de alterne, fascistas que hacen toreo de salón con público en Florida Park, libros de Neruda comprados como si fuera estraperlo, taquillera de metro que se enamora de un cura, academias de baile, perdedores que guardan silencio, pícaros supervivientes y soñadores de otra vida, de otro tiempo, otro país. De una vida, por ejemplo, como esas de las películas en que Ginger Rogers bailaba con Fred Astaire. Así es la película que no verá Ángel Fernández Santos, la última de ese chico del barrio del Retiro, de aquel empleado de banca que también se refugiaba en los cines. José Luis Garci, el madrileño que soñaba con Hollywood, el primero que ganó un Oscar -Buñuel lo había ganado con una película francesa, aunque fuera tan buñuelesca-, vuelve con Tiovivo. Una película que nos recuerda al espíritu de la colmena, no la de Erice y Ángel Fernández Santos, sino a la de Cela. Garci nos cuenta los años cincuenta, con emoción, con verdad, con dureza y ternura. Un Garci coral, con sorpresas como la de Elsa Pataki y sin sorpresas con los geniales Landa, Agustín González, Fernán-Gómez, Aurora Bautista o María Asquerino y otros sesenta que nos vuelven a demostrar que lo peor de nuestro cine no son los actores. Su mejor película. Después del verano y el humo lo podrán comprobar.

La actriz Elsa Pataki.
La actriz Elsa Pataki.

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