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Columna
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En defensa de RTVV

Defender a estas alturas la gestión de José Vicente Villaescusa al frente de RTVV es ir contra corriente. Y, lo que es peor, no tiene más compensación que la de incurrir uno mismo en la sospecha o incluso en el descrédito. Qué le vamos a hacer. Pero las cosas son como son y no como sus críticos quisieran.

Los furibundos detractores de nuestra televisión autonómica seguramente no han visto la programación de sus homólogas españolas, de norte a sur y de oeste a este. Desde la televisión gallega a la andaluza, por no hablar de la vasca, prácticamente todas invitan al sonrojo de un espectador que no esté curtido por la insensibilidad o el sectarismo. La manipulación por parte de los gobiernos respectivos a veces se pone de manifiesto con ingenuidad, como en recientes manifestaciones de miembros del tripartito catalán.

La prueba del nueve de que habitualmente las televisiones autonómicas buscan otros fines que los de su ley fundacional radica en su misma proliferación. Por ejemplo: ¿qué función subsidiaria de la televisión pública española o qué específicos intereses regionales justifican el nacimiento de nuevos canales públicos en Castilla-La Mancha o Murcia?

No es ésa la única paradoja en un sector a cuyo análisis suele aplicarse poco sentido común. Sucede que los detractores de una televisión pública elefantiásica -en cuya crítica yo coincido-, son luego los primeros en quejarse si la televisión regional que dirige Manuel Soriano en Madrid pierde dos puntos de audiencia debido a su apuesta por la innovación y la seriedad. Son los mismos, también, que se mofan de que la RTVE de Carmen Cafarell haya bajado al tercer puesto en el ranking de audiencia. ¿En qué quedamos? ¿La televisión pública debe apostar por una programación subsidiaria, cualitativa y diferenciadora de la privada, aun a costa de perder espectadores, o tiene que llegar a todos al precio de unos programas de masas, caros y vulgares? ¡Menudo servicio público, entonces, sería el suyo!

Lo que suele ignorarse es que la consideración de "servicio público" la tienen todas las televisiones de este país, incluso las privadas. Eso es así no sólo por estricta definición en la ley que las regula, sino por la misma titularidad del espacio radioeléctrico, que corresponde al Estado, el cual es quien concede administrativamente la explotación del mismo a dos empresas privadas, en régimen abierto, y a otra tercera mediante el sistema de pago.

A partir de ahí, los sucesivos gobiernos han mostrado poco celo en que las empresas del sector cumplan la estricta normativa que les es aplicable, desde los porcentajes de inserción publicitaria hasta la preferente atención hacia los espectadores infantiles. Particularmente débiles en ello se han mostrado los gobiernos de José María Aznar, que no han exigido el cumplimiento de la ley, que han permitido la frondosa alegalidad de miles de televisiones locales y que se han achantado repetidamente ante intereses particulares para acabar posponiendo una ley que regulase el sector audiovisual español.

En este peculiar contexto de nuestro país, mientras las televisiones privadas protestan por la doble financiación de las públicas -subsidios y publicidad-, no pueden quejarse de que las cosas les vayan nada mal, a tenor de sus cuentas de resultados. El éxito de la reciente salida a bolsa de Tele 5 refuerza la bonanza de esas cifras. ¿Cómo se consiguen tales beneficios? Pues con una programación que, en la más piadosa de las interpretaciones, no cabría definir como estimulante ni como socialmente positiva.

Con unos canales plagados sucesivamente de engendros del tipo de Hotel Glam, Gran Hermano, Aquí hay tomate... la salud psicológica colectiva exige en compensación una televisión pública que exceda de los reducidos límites de la norteamericana PBS-WNET la cual, con una escasa audiencia del 2%, ofrece todo aquello que la televisión comercial desdeña.

Esa labor compensatoria -tanto si lo creemos como si no, o si lo queremos como si lo odiamos- es la que ha venido haciendo un Canal Nou de más calidad y más dignidad que la mayoría de sus homólogos y defendiéndose, eso sí, en los índices de audiencia para no acabar convirtiéndose en una televisión minoritaria. Ahora no hay motivo para sospechar, sino todo lo contrario, que el nuevo director general del ente, Pedro García, vaya a ir por otro camino. Por talante y por talento, lo suyo no son ni el sectarismo ni la vulgaridad, con lo cual hay que creer que RTVV potenciará los valores de servicio público y de diferenciación respecto a la programación comercial de la televisión privada y conservará unos niveles de audiencia que mantengan la identificación de los valencianos con su televisión.

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