Retrato del escritor rockero que quería ser actor
SAM SHEPARD (Illinois, 1942) es uno de esos casos de genio natural. Nacido en una base militar, estuvo dando tumbos por distintos Estados, islas del Pacífico y aldeas californianas, de ahí que suscribiera con entusiasmo juvenil las enseñanzas de Jack Kerouac. Su padre fue piloto militar, cultivador de aguacates y alcohólico empedernido, y la relación hostil entre ambos marcó a Shepard de tal modo que acabó siendo uno de sus temas literarios favoritos, como el magnetismo por los paisajes -una suerte de agorafilia balsámica- o la rebelión de sus personajes contra el sentido de la autoridad. En los sesenta aún no sabía si sería escritor o estrella del rock, vivió en Greenwich Village como portero de clubes de jazz, escritor de juguetes dramáticos y relatos destartalados, hasta que el off-off Broadway lo acogió en su seno convirtiéndolo en un dramaturgo de culto, apadrinado por Edward Albee, el autor de ¿Quién teme a Virginia Woolf? Deportista, batería de rock, colaborador de Dylan, de los Rollings y de su esposa y musa Patti Smith, fue hippy militante, adoró a Pirandello, Alan Ginsberg y a Pollock, frecuentó las drogas, se convirtió en guionista y actor de Hollywood -Altman o Ridley Scott pero también Schlöndorff- y ganó el Pulitzer como digno heredero de Tennessee Williams, escribiendo clásicos del teatro contemporáneo como su Trilogía familiar -La maldición de la clase hambrienta (1976), Niño enterrado (1978) y Oeste verdadero (1980)- dramatizando una América sombría que recorre asimismo sus relatos. Su imaginario se surte de mitos populares, inspirándose en el cine y la publicidad, y su foto de cowboy en la portada de Neewsweek, en 1985, convirtió en mito a este artista siempre adolescente y escritor excepcional.
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