Brecht hip-hop-trance
Uno. Santa Juana de los Mataderos (Santa Joana dels Escorxadors), un Brecht cosecha 1933 (poscrash de Wall Street, preascensión nazi), ha inaugurado el Grec en un gran montaje de Álex Rigola. Pregunta básica: ¿cómo servir un traktat, un panfleto con alta violencia ideológica y escasa sustancia dramática? Respuesta: yendo al hueso, quemando la grasa didáctica y, sobre todo, remezclando el condimento. A fin de cuentas, el texto de Brecht ya era un remix considerable, con préstamos de Shaw (Santa Juana + Mayor Barbara), de la pauta poética de Schiller (La doncella de Orleans), de Elizabeth Hauptmann (fragmentos canibalizados de Happy End) más un par de episodios de Upton Sinclair (La jungla), todo ello rociado con abundante salsa marxista. El arranque del espectáculo es un paradigma de la remezcla. En una estructura metálica de superconcierto de rock, Keith Morino baila como Edward Norton atizándose puñetazos psicóticos en El club de la lucha. Mauler/Arquillué declara su amor por los bueyes y lee el poema Bertold Brecht, autor dramático. En la pantalla de vídeo, las imágenes documentales (Chicago años treinta) dan paso a los créditos mientras la compañía al completo sustituye el himno del Ejército de Salvación por el glorioso Where Is the Love de los Black Eyed Peas y al fondo, en el teleprompter, la letra de la canción alterna con noticias de alzas y quiebras reales, de ahorita mismo. Santa Juana de los Mataderos es una parábola feroz y un tanto latosa que ilustra sobre a) la inoperancia de la piedad y b) la imposibilidad de modificar parcialmente los grandes engranajes. Joan Dark, capitana del Ejército de Salvación, encarna el primer concepto: quiere hacer el bien y llevar el consuelo divino a los desheredados. Pierpont Mauler, el rey de la carne, ejemplifica el segundo. Es un pre-Puntila, un magnate con dos caras y dos almas: un carnicero que ama a los animales y despieza a los hombres. Santa Juana desciende a los infiernos industriales y descubre que la alienación laboral conlleva (pareado) la degradación moral. Mauler, persuadido por ella, realiza un acto de caridad (comprar toda la carne enlatada) pero, irónicamente, sólo consigue que los precios suban, llevando a sus competidores a la ruina y a los obreros al paro. La muchacha descubre cómo se utiliza la religión para despistar al personal y acaba propugnando que "sólo la violencia sirve donde la violencia impera", solución que, por cierto, no está lejos del ideario de Mauler. La huelga es aplastada, los obreros convertidos en carne picada y Santa Juana (triple pareado), canonizada. Por los patronos, claro. Fin del chiste, un chiste viejísimo que nos vuelven a contar cada mañana.
A propósito del montaje de Álex Rigola en el Grec: Santa Juana de los Mataderos, de Brecht
Dos. Clave indiscutible para detectar a un director auténticamente moderno, sin comillas: las líneas de tensión (desvíos, dislocaciones, subrayados, crescendos) han de funcionar como topos a toda mecha, trazando la red subterránea del espectáculo. Aquí hay muchas líneas y muchos topos al servicio de la misma energía. Tenemos una gran compañía en la que todos juegan el mismo juego pero, atención, en campos distintos: actores que cantan y bailan y tocan la guitarra, bailarines que actúan sobre los rieles electrificados por el DJ Oriol Rossell, dueño y señor del espacio sonoro. La danza, coreografiada por Ferran Carvajal, avanza paralela al texto, como su correlato físico, como si los bailarines fueran los demonios de los personajes: los solos marciales de Anna Roblas, cargados de amenaza inminente; los estallidos, al borde del abismo, del breakdancer Nao Albet; las síncopas epilépticas de los trabajadores, uncidos al mismo cable pelado. Rigola ha recuperado la vitrina de Glengarry para encerrar allí a sus nuevos depredadores, a Mauler y Cridle y Lennox y Slift: luz gélida, fluorescentes blancos, aislamiento absoluto, que Juanjo Giménez filma, en tiempo real, para redoblar la claustrofobia, desde ángulos inesperados, en la gran pantalla. Todos se mueven para no ir a ninguna parte o para ir al desastre: el obrero que pedalea en una bicicleta inmóvil, los tiburones atrapados en la pecera, girando sobre sí mismos, en pedestales imaginarios. (Sobran, por cierto, las imágenes de escualos devorándose: ya había quedado clarito).
Pere Arquillué (Mauler) es un buey melancólico con cuernos de toro bravo, y Áurea Márquez (Joan Dark) es pura Sinead O'Connor en el homenaje a Dylan: el personaje te da pena penita pena y te causa "un respeto imponente", como el Piyayo. La actriz no "comenta" su personaje, no hay ironía: ha de creerse todo lo que dice -como la secretaria de Speed the Plow, de Mamet- para que Mauler se tambalee y para que sintamos, al final, una distanciada compasión por su caída, y así sucede. Grandes actores, grandes momentos: la intensidad de Alicia Pérez como Slift, de Daniela Feixas como la señora Luckerniddle, de Joan Carreras como el impoluto Graham, de Eugeni Roig como el neopredicador Snyder. Y Nathalie Labiano susurrándole The Tide Is High a Mauler cuando la bolsa está a punto de desplomarse, y el agotamiento absoluto de todos tras la muerte de Joan, y el trueno de Somewhere I Belong de Linkin' Park, anunciador de tempestades cercanísimas, mientras los rótulos nos escupen los nombres de Gescartera, de Samsung, de Enron y de las mil marcas que controlan el mundo y, posiblemente, este mismo espectáculo.
Tres. La única pega del montaje viene del texto. Brecht se había tirado meses estudiando las crisis cíclicas de Wall Street y el mercado de la carne de Chicago y tenía que lucirle. Le lució, pero al describir el funcionamiento de la máquina económica se para la máquina dramática, por mucho que Rigola agite la coctelera. Ya hay bastantes tajos en el montaje, así que quizá no vendría mal pegarle otro: con una hora y media, esa fábula se explica de sobras. La función recalará en el Festival de Otoño de Madrid, del 11 al 17 de noviembre, para regresar al Lliure en enero. No se la pierdan.
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