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Columna
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Deslocalizaciones

Desde hace algunos años, un nuevo concepto se ha hecho presente en el debate económico: la deslocalización. Se trata de una noción que viene a representar el traslado de empresas desde unos lugares a otros en busca de mayores ventajas competitivas, las cuales pueden venir dadas por menores impuestos, suelo más barato, normas medioambientales menos estrictas o, simplemente, salarios más bajos. La temida deslocalización afecta en estos días al futuro de algunas empresas radicadas en el País Vasco. Es el caso de Caballito, o de Mercedes Benz, cuyo futuro ha ocupado parte de las gestiones realizadas por el propio lehendakari en su viaje a Alemania.

La llamada deslocalización es una de las consecuencias más claras de la liberalización operada en los movimientos internacionales de capital a lo largo de las dos últimas décadas. Hoy, las empresas toman sus decisiones de inversión sin las restricciones de otros tiempos, buscando aquellos emplazamientos que les son más favorables. Lo hacen las empresas extranjeras que se encuentran en Euskadi, y lo hacen también las empresas vascas cuando deciden invertir en el exterior aprovechando las condiciones del mercado. Recientemente, MCC ha decidido trasladar parte de su producción a China. Es la otra cara de la moneda de un fenómeno que no entiende de patrias, ni de intereses nacionales.

La industria no es, con todo, el único sector en el que el fenómeno deslocalizador ha adquirido cierta relevancia. También algunos servicios se deslocalizan en busca de mano de obra más barata. Por ejemplo, si usted, querido lector, solicita un número de teléfono en el servicio de información de cierta operadora, será amablemente atendido por una persona que le habla desde Tánger. O si usted se encuentra en Londres y desea información telefónica sobre horarios de trenes, le responderán desde Calcuta.

Sin embargo, la deslocalización industrial, o de algunos servicios, no es el único fenómeno que muestra la profunda reorganización que se está operando en el mercado de trabajo a escala mundial. Las migraciones de mano de obra son el reverso de este cambio profundo, pues hay sectores como la agricultura, o algunos servicios personales (hostelería, trabajo doméstico, etc.) que no son deslocalizables y, en ellos, la mano de obra emigrante trabaja a cambio de unos salarios que el personal autóctono no está dispuesto, hoy por hoy, a aceptar. De modo que, si el capital se mueve a lo largo y ancho del mundo en pos de una mayor rentabilidad, también las personas buscan nuevas oportunidades fuera de su lugar de origen.

Nuestros gobernantes están desconcertados. Tratan de ser aplicados a la hora de implantar las recetas neoliberales, pero se muestran incapaces de entender ni, mucho menos, de controlar sus consecuencias. Querían libre mercado, pero sólo para algunas cuestiones, y ahora se encuentran sin mejores ideas que apelar al interés nacional para defender un orden de cosas que se les escapa por momentos de las manos. Hubo un tiempo en el que las sociedades del entonces llamado Tercer Mundo confiaron en un esfuerzo público internacional a favor de la redistribución y el desarrollo. Los países ricos prefirieron mirar para otro lado y lavarse la cara aportando sólo algunas migajas. Hoy las gentes de Asia, Africa, América Latina, o Europa del Este, se agarran como pueden al único asidero que les han dejado: el mercado. A través del mismo, ofrecen mano de obra más barata a las empresas. Y también, aunque les pongan todo tipo de barreras, emigran hacia acá, buscando un salario con el que subsistir y ayudar al mismo tiempo a sus familias. De momento, según los últimos datos de la ONU, los emigrantes latinoamericanos envían a sus países de origen más dinero que la suma de toda la inversión extranjera, y toda la ayuda al desarrollo.

Las empresas se deslocalizan, las personas también. Lo malo de todo ello es que la riqueza, lejos de deslocalizarse en la misma proporción, tiende a concentrarse en manos de grandes grupos económicos, que se aprovechan de las nuevas condiciones del mercado.

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