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Columna
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Mancos

El domingo pasado un individuo con pantalón vaquero y camiseta destrozó a martillazos las manos de San Pedro y del niño Jesús. Antes había dejado manco a San Francisco en la iglesia del Santísimo Redentor de Venecia. Esa misma noche, el hombre se lió a golpes con una de las columnas del palacio de los Dogos venecianos, situado en la Plaza de San Marcos, y convirtió en cascotes un magnífico capitel del siglo XV en donde se representaba la entrega de las tablas de la ley a Moisés. Quizás logren pegarlo y restaurarlo o quizás, si la cosa no tiene remedio ni con sinteticón, recurran a clonarlo igual que a las estatuas de los museos de reproducciones. Y quizás un milagro haga crecer las manos de los santos mancados en Venecia. No un milagro, sino un alegre grupo de turistas, logró frenar la furia destructora del tipo del martillo.

No hace falta decir que era un iconoclasta. Surgen de tarde en tarde y consiguen salir en los periódicos, sobre todo en verano. Hace treinta y dos años un húngaro quiso cargarse La Piedad de Miguel Ángel en el Vaticano. En 1991 golpearon el David con un martillo. Sería por el calor, o por culpa, como decían hasta anteayer los freudianos, de alguna vieja madre castradora. El caso es que para estas cosas más bien inexplicables siempre sobran motivos. Se nos presenta a los iconoclastas, que al fin y al cabo no hacen daño a nadie que pueda sentir daño, como seres infames y monstruosos, una suerte de escoria de la sociedad, una malformación de la cultura. Nadie que no conozca a Miguel Ángel, efectivamente, viajará al Vaticano con un martillo para hacerle un arreglo de chapa a La Piedad. Hay en estas personas una secreta o clara admiración hacia el artista o la obra de arte que desean destruir. Puede que hayan llegado, al igual que Kavafis, a sentir el dolor de la belleza, un dolor insufrible, quién sabe. Ellos, en todo caso, han decidido traspasar el umbral que casi nadie cruza.

Nosotros nos quedamos como estatuas, petrificados en la reverencia igual que esos turistas que, seguramente, se hubieran quedado de piedra en el caso de que la víctima de los martillazos, en lugar de una estatua, fuese un inofensivo ciudadano con los huesos comidos por la osteoporosis. Sátrapas y dictadores, monarquías e imperios y repúblicas han cuidado mejor a sus estatuas que a sus ciudadanos. Cualquier cuadro de cierto o dudoso mérito vale más -en términos meramente económicos- que una mujer o un hombre del común. Consulten a su compañía aseguradora. Se ha escrito más del patrimonio artístico destruido en Irak que del número de hombres y mujeres muertos es esa guerra. No defendemos a los iconoclastas, pero uno cambiaría cualquier cuadro o cualquier escultura por una sola vida. Recuerdo que Ramón Gómez de la Serna escribió que lo mejor de las estatuas griegas y romanas no es lo que tienen, sino lo que les falta. Los brazos, esos brazos cortados para la eternidad, de la Venus de Milo, por ejemplo.

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